sábado, 23 de abril de 2016

"Otra vez, Andrés (Díaz Núñez)" - Por: César Boyd Brenis - Diario "La Industria" (24/04/16)


 Con el mismo paso apurado que lo conocí en la universidad, cuando me dictaba Literatura Peruana, pero con más de setenta calendarios encima, lo encontré en la calle Lora y Cordero, a pocas puertas de la casa del poeta Prieto Soberón (cuyas conversaciones sobre Nietzsche y Los enanitos verdes me dejaran perplejo en el año 99). Lo encontré al escritor ensimismado de estos tiempos para devolver a mi memoria al profesor emblemático que solía ser en los tiempos de la intensidad lectora de la Pedro Ruiz Gallo.


Andrés Díaz Núñez caminaba la vereda más accidentada del mundo, pasando la esquina de Alfonso Ugarte y Lora y Cordero (por la ex casa de otra poeta: Estrella Mora), para toparse conmigo y decirme sin tantos rodeos y saludos predeterminados: “¡Poeta Boyd, leí tu artículo!”. Le pregunté cuál para darme un respiro jactancioso, pero yo sabía cuál era, pues las publicaciones y la escritura me han sido esquivas desde que la vida me ha impuesto el trabajo de las veinticinco horas y ha alejado los impulsos benditos de la literatura. Y a pesar mío. Lo dejé que me explicara que mi artículo había sido un texto acerca de la lectura y que lo había tomado como referencia auténtica en un reciente evento.

Todavía escribía y leía en ese orden flamígero de los apasionados. Recordó que hace unos días una conocida universidad, la cual bordea el cementerio Jardines de la Paz, lo invitó para hablar de la lectura, de “esa cosa que creen que termina en la universidad”, así les dijo a los estudiantes que seguramente, intrigados, hubieron creído que se refería a las maestrías y diplomados en serie geométrica que proliferan y se adquieren para atesorar un puñado de papeles en la pared del olvido. También me refirió que su última compra había sido el Corán, libro del cual se decepcionó grandemente por su fetichismo en el número de esposas para los profetas preferidos de Alá: “¡Nada se compara a la Biblia!”, me dijo, aunque después bromeó: “¡Mejor no hablo de los musulmanes porque vaya a explotar una bomba en mi casa!”.   

Las canas del profesor Andrés se veían más peinadas y más lícitas para simbolizar la verdad traducida en palabras. Y me venía a la mente aquellos poemas sociales de “Piedra dura, corazón sensible”, libro que sus amigos de esos tiempos lo acusaron de pleonásmico; pero que con la ironía que ha caracterizado a sus obras posteriores Andrés les hubo de responder: “Es simplemente poesía”. Su sensibilidad adquirida desde las profundidades de Chames y luego de Chota, lo habrían puesto en un lugar privilegiado. Fue un lector temprano de Javier Heraud —cuando a este vate ya lo habían acribillado en Madre de Dios en nombre de esa utopía socialista—, y esa visita a su “poesía reunida” lo habría hecho escribir, con ese orden y sencillez, su primer libro que, como me contó en el 2008, nunca lo convenció. Pero para mí ha sido la mejor manifestación poética de aquel profesor que alguna vez me dijo en clase: “¡Vallejo es para pocos!”.

Cuando le conté que su inminente retiro de la Pedro había llegado a mis oídos hace algunos meses por el poeta Ernesto Facho, me contestó que estuvo tres meses fuera de las aulas de nuestra facultad (FACHSE), pero que con una acción de amparo había vuelto, aunque, por supuesto, con la firme mentalidad de retirarse muy pronto.

Sus obras no han sido necesariamente bien recibidas. Rememoro aquella anécdota que me comentó mi gran amigo José Abad (cofundador del Grupo Literario Signos) y colega a rajatabla: una profesora tenía que dictar la unidad de Literatura Regional en un conocido colegio de monjas; entonces, para su finalidad pedagógica, había pedido comprar dos novelas de Andrés Díaz Núñez. La sorpresa fue grande cuando una semana después llegaron decenas de madres de familia a las puertas de la dirección, con obras en mano, para reclamar que cómo es posible que un colegio tan prestigioso pudiera amparar semejantes adjetivos y lisuras. Como era de esperarse, la profesora escapó antes del linchamiento, y las obras de Andrés Díaz fueron incineradas en un acto que al autor lo volvió inmortal.

La ligera croprolalia de alguno de sus libros ha creado una reputación de escritor obsceno. Pero no. Quien haya leído su obra completa (todos sus libros publicados, digo, pues tiene deseos de seguir editando) podrá distinguir el sonido difuso de una lisura en el contexto definido de un rotundo desamparo (como en la novela “Rastros sangrantes”) o en la situación de “racismo genético” (como en “Los hombres que parecen sombras”). Pero me quedo con esos cuentos tan bien distribuidos que forman el libro “Paredes de viento”, que quienes aman las novedades finitas de Paulo Coelho y los compromisos agnósticos de Brown, jamás podrán notar que de esa mano blanca y pura nace una prosa preciosa y trabajada, creando realidades desde el alejamiento del mito moderno del progreso y de la retahíla de loas a lo políticamente correcto.

Con tantos homenajes públicos que ha recibido (por municipalidades, universidades, centros culturales, bibliotecas, gobiernos regionales, etc.), Andrés Díaz Núñez tiene un lugar seguro en la historia de nuestra región y un sitio determinado en el corazón de todos sus alumnos. Siempre me sentiré culpable por aquel reclamo justo que me hizo cuando todavía bordeaba la mitad de mi carrera: “¡Has firmado un documento que me saca del curso! Lo hubiese esperado de otros pero no de ti”. Cuando me explicó que por razones políticas se habían estado maquinando argucias para darle menos horas de trabajo, me sentí sucio y repugnante, porque había firmado un papel sin haberlo comprendido bien, una hoja de estercolero  que, con el mejor estilo de estratagema oriental, recomendaba a otro profesor para un curso del ciclo venidero. En aquel tiempo me odié a mí mismo con la misma intensidad que ahora proclamo el nombre del maestro Andrés, para poner un poco de justicia en este mundo de fantasía, cuyo arte ha embellecido hasta lo más indigno por embellecer.

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