jueves, 12 de abril de 2012

“Huellas dactilares”: El prólogo perdido - Por: César Boyd Brenis (Diario La Industria - 07/04/12)



La relación entre editores y escritores siempre ha tenido, a lo largo de la historia, sus toques especiales. En el capitalismo más orgánico, ambas partes han contribuido a la industria del libro, a la masificación de las obras, a una ganancia muchas veces desbordante a favor de las trasnacionales, o por otro lado, han dado pie a editoriales que reciben una modesta remuneración por su trabajo, pues, valientemente, están destinadas para un mercado local.


Sin embargo, tanto en las grandes empresas como en las de menor producción, surgen esas diferencias entre ambos actores, que muchas veces el tiempo se encarga de volverlas anecdóticas. De esa manera, las descoordinaciones, los encargos mal recibidos, el aviso de última hora, el cambio de planes, la tardanza obligatoria, la queja, la corrección, la diagramación y demás; todo ello pasa a ser parte de una lucha que tanto el editor como el escritor no quieren perder.


Mi último poemario, “Dos mil doce y otros poemas terminales”, estuvo a cargo de Ediciones Prometeo Desencadenado, quienes caminaron cordialmente al ritmo que les pedí: el paso más ligero y marcial de todos. Esta presión de mi parte, “desencadenó” (¡qué mejor verbo para Prometeo!) una aceleración poco antes vista, no dándome cuenta que era yo el más inactivo dentro de la parte que me tocaba trabajar, pues casi no corregí el borrador enviado por la editorial, y dije: “¡listo!, ¡el libro ya está!”. Grande fue mi sorpresa cuando el mismo día de la presentación del poemario, no encontraba el prólogo por ninguna parte del texto.


Lo primero que alguien desesperado hace en esos casos es buscar culpables, y con ellos uno vacía toda su cacerina para, supuestamente, sentirse mejor. Pero, de inmediato, increpé al único responsable de todo: yo mismo. Esa actitud me dio serenidad, y me recordó que los asuntos que uno cree importantísimos, si los reflexionásemos un poco, no lo serían tanto. Siempre existe algo más sustancial en que preocuparse.


El libro “Dos mil doce y otros poemas terminales” no tiene prólogo; por ello, sólo queda recibirlo incompleto y, tal vez, aplicar los consejos de uno de mis parteros (Augusto Rubio): “incendiar mis libros en la plazuela y apedrearme a la salida de los auditorios para entenderme un poco”. Sin embargo, para que el incendio sea completo y el apedreamiento más feroz, los dejo con las palabras que vienen desde el Más Allá en un poemario ya fenecido y terminal.

Huellas dactilares

Este libro consta de textos que creí perdidos en un laberinto de archivos. Junté todo un bloque de concreto y comencé a darle forma mientras iba encontrando a mi paso la materia prima que ahora se condensa aquí, y no me quedó ni un solo poema inédito. Hice lo que un padre haría con sus hijos: mostrarles la libertad poco a poco, hasta acostumbrar a cada poema a la independencia. Los resultados fueron las manifestaciones de estilos de distintos tiempos que se han confundido en mi sola corta vida.


El título del libro se relaciona con su designio, que es un poco también el mío. Por ello, estos poemas sucumben como el año misterioso del Calendario Maya: el 2012. Sus muertes han estado contenidas, pues corresponden a una etapa final de mi existencia como poeta. Y aunque pueda resultar polémico el tratar de explicar si se puede dejar de ser lo que se ha sido, lo que sí es un hecho, es que escribir poesía para mí ha terminado, lo que será sin duda un alivio para el mundo. Sin embargo, a propósito del apocalíptico título, cabe mencionar qué ha sido para mi experiencia este arte inmovilizador.


Nunca fue un placer idílico escribir poesía. Desde mi adolescencia, en la búsqueda de una rima más o menos decente o, ya en la juventud, hallando musicalidades o aforismos, siempre me ha resultado angustiante el enfrentarme con ese extraño arte. Los motivos de esa desdicha los he buscado en mi interior sin éxito; por lo que no podría confiar en una hipótesis emitida, pero sí podría describir con detalle cuáles han sido las sensaciones más cercanas de esa angustia.


A la poesía la he sentido absolutamente asfixiante. Incluso antes de publicar mi primer libro en el 2002, me había llegado su imagen de una manera poco probable. Desde mis primeros años de poeta, siempre la he visto con desmesura, como algo exclusivo y excluyente. La he percibido con esa carga emocional paranoica. Es decir, desde el primer momento en que decidí seguir esta carrera sin título, escribir poesía ha sido presión pura, ¡presión pura!


Para mí nunca la poesía fue un desahogo, una catarsis, una utilidad, nunca fue un elemento con el cual se puede vivir con tranquilidad, nunca. Vivir como poeta era leer a cada instante (en los buses, en la calle, en mi cuarto), era encerrarse días escribiendo desenfrenadamente, sin ducharme, sin salir de casa, sin comunicarme con nadie, comiendo poco; vivir como poeta era también reunirme con mis amigos hablando de literatura por horas hasta el amanecer, con una potente euforia que el alcohol a veces elevaba; vivir como poeta era nunca comprar nada que no sean libros, decenas, cientos, sin reparar en gastos (en diez años nunca compré algo que no se relacionara a la poesía como ente de angustia, lo que a veces me merecía el rechazo de algunos familiares, quienes aconsejaban a mi madre mi inmediato internamiento en un centro de reposo); vivir como poeta era creer saber de todos los temas, buscar nuevos tópicos, existir en la filosofía más compleja o más simple; vivir como poeta era llorar a cada instante por mis fracasos, por mis delirios, por mis lecturas, y escribir de eso, o no escribir nada de eso, sino solamente presionarme y presionarme para conseguir un poema, un solo poema, y luego otro, y otro, hasta el infinito; vivir como poeta era no creer en un Dios que interfiriera con la escritura y la desmesura; vivir como poeta era patear todos los tableros, menos el de la poesía porque en ella estaba la salvación más absoluta. En conclusión, la poesía jamás para mí ha sido un arte, como se le conoce al “arte”, sino una forma de vida, un cuerpo compacto con venas y testículos.


El número diez siempre me resultó enigmático. Y fueron diez años en los que le di todo a la poesía, todo: las noches de insomnio, las amanecidas de lectura, las correcciones enfermizas, las conversaciones insufribles. Y aunque sé que lo que he escrito no tiene mucho valor, mi decisión va por el lado de mi sosiego; pues el arte es respiración, guerra, sangre, y a mis treinta años, tengo una vida en la cual otras experiencias se me abren. Y Dos mil doce y otros poemas terminales es el fin de esa otra vida aventurera.