domingo, 27 de noviembre de 2016

"Moshoqueque: La selva de alimentos" - Por: César Boyd Brenis - Diario La Industria (27/11/16)


Una madre de familia se había tardado para llegar a la reunión que hubimos acordado un día antes, de esto ya hace un año. Apurada y un poco avergonzada, me dijo: “Disculpe, profesor, se estaba decidiendo mi ubicación en el trabajo, y felizmente no me dieron el centro de Chiclayo”. Suponía yo que en la entidad bancaria donde ella laboraba, el Cercado de la ciudad estaba lleno de jefes malvados y compañeros hipócritas, pero al preguntarle por su negativa, me respondió: “Es que en Moshoqueque está la plata”.

Hasta el año pasado, el inmenso mercado del distrito de José Leonardo Ortiz había sido ajeno a mis reflexiones y solamente se conectaba conmigo por unos recuerdos remotos cuando mi madre nos levantaba a mi hermano y a mí los domingos a las seis de la mañana para incursionar en ese monstruo que tenía la fama de lo barato y lo abundante.  

Ha sido en este año que las fauces del monstruo me han sido tan familiares que hasta siento cierta curiosidad por la acción de ser tragado y devuelto día a día como un bocado fácil. Con la diferencia de los años a expensas del seno materno, ahora el horario de mi incursión varía por el antojo o la decisión gravitante de Janet: las ocho, las nueve, las diez de la mañana. Diariamente se pone en movimiento nuestras piernas hacia lo ya no tan desconocido, siguiendo el sendero de algún basural al lado de un colegio, la esquina de una maderería, el quiosco de un parque donde siempre un mendigo descalzo duerme al lado de un saco de contenido dudoso, hasta que se divisa nuestra puerta de entrada: la intersección de las avenidas Dorado y Kennedy.

Siempre la consigna es ir a pie desde casa, con la finalidad de pensar los atajos y quiebres que le daremos a nuestro recorrido en los cuatro grandes sectores en los que se divide el mercado más grande de la región, aquel lugar donde hace décadas un conjunto de serranos quisieron colonizar y lo lograron sin un solo disparo, solamente con las armas del trabajo y la desesperación por ganarse un lugar en esta costa desconocida. Se asentaron en la Huaca Moshoqueque, la desaparecieron y en ella plantaron un mercado inmenso cuya bulliciosa superficie hace temblar aún a los entierros más arcaicos.

A las ocho o nueve de la mañana, los desayunos tienen la particularidad de no ser desayunos. Por todos lados, se atraviesan platos repletos de arroz, ensalada, una presa de casi la mitad del plato, que hace pensar en un almuerzo fuera de horario en todo un mercado que ha perdido la noción de una costumbre común. “¿Es su almuerzo?”, le pregunté ingenuamente a un señor que vendía gaseosas. “¡No!, el almuerzo es el doble”, me contestó sin cuota de cinismo. Entonces a muchos se les ve intercalando una amable venta con una rápida cucharada y masticación de una jugosa presa.

La amabilidad y el buen tino para ofrecer sus productos son una característica que resalta en los vendedores del mercado. Se puede escuchar tantas veces que todo está fresco y recién llegado de su lugar de extracción que, para un escéptico como yo, le resulta fascinante que las verdades se parezcan todas y las afirmaciones sean tan contundentes. Entonces el pollo, el pescado, la carne, se sienten tan frescos en las palabras de los que ofrecen que ni siquiera es necesario pensar en una posibilidad de engaño. Incluso una vez cuando se compró toyo para el ceviche, se veía tan congelado que en definitiva el peso del pescado había aumentado por el hielo, y la textura oscilaba entre arenosa y exageradamente áspera, pero el anciano señor nos afirmó, en acto onírico: “¡Fresquito, casero, lleve nomás!”.

Trasponer sus pistas sin asfaltar está más cerca del heroísmo que del simple valor. Los orificios acentuados por las lluvias de los años y por los camiones imponentes, atravesados por las callejuelas más insospechadas, esos orificios les han costado, sin duda, rotundas caídas a tantas personas que en su afán de acelerar la marcha, terminan mordiendo el polvo de esta huaca deshecha. Por otro lado están los triciclos empujados por sus conductores, llenos de frutas o pesos irreales. Estos atraviesan los corredores como máquinas en fábricas monótonas, haciendo ruidos de temblores artificiales, y cuyos pilotos no reparan en gritos rogando un favor para abrirles el espacio que atraviesan.

La mezcla dantesca de personas en los círculos mayoristas del mercado también es alimentada por las vendedoras de lotería que por solo un sol te ofrecen hasta once mil, llevando la bíblica multiplicación de los panes a un golpe del azar o la suerte, donde la esperanza del consumidor es alimentada con la ruda, una pócima de brujo blanco o el “seguro” debajo de la teta (un pomo con brebajes estrambóticos) para poder sentir la seguridad de comprar un ticket.

Pocos ladrones he visto, aunque uno sí me llamó la atención. Yo, que venía de un secuestro y de recibir una brutal paliza, me puse algo nervioso por la actitud descarada del tipo. Su aspecto era el de un drogadicto salido del infierno; su gorra tapaba los ojos rojos que buscaban desesperadamente un objetivo. Yo yacía en una esquina, con cinco bolsas en el suelo, esperando el regreso de Janet que compraba algo cerca de ahí. Este había bajado de una mototaxi roja que lo esperaba a escasos metros. Los movimientos de su cuerpo eran veloces, iba y venía en un círculo de un metro de radio. Los vendedores seguían con sus actividades sin darle importancia, hasta parecía que estaban blindados por paredes transparentes. Nadie se inmutaba. Hasta que pasados unos minutos, el delincuente subió de nuevo a la moto y se perdió (todavía más) para siempre.

Muchas autoridades han querido arreglar esta selva, pero al parecer es humanamente imposible. La potencia de su caos es tanta que se necesitaría un dictador (que nadie desea) y un mar de sangre para tumbarse el sistema y volverlo a construir. El filósofo español Gustavo Bueno decía: “Sin mercado no hay democracia”. Y, definitivamente, sin Moshoqueque no hay Chiclayo, porque los millones de soles que corren, varios de ellos muy sospechosos, hacen funcionar un aparato comercial que ni las trasnacionales de los supermercados pueden tumbar.  

Julio Cortázar mencionaba en “Rayuela” que la literatura poco o nada había tratado el silbido como materia estética. Algo parecido se puede decir del mercado. En la historia, los autores no lo han incluido en sus líneas —tal vez me olvide de alguno— porque quizá los personajes no podrían moverse en tan grande confusión de alimentos, y es preferible hasta un campo de concentración (ficticio, claro está) que un mercado en el contexto de una novela. He visto a Moshoqueque como el Catoblepas, aquel monstruo mitológico que tiene la característica de devorarse a sí mismo para fortificarse. Moshoqueque se ha engullido tanto que su existencia puede caer en una indigestión y en el vómito de sus propias entrañas.