martes, 17 de febrero de 2015

"Un mar de libros versus una gota de lectura" - Por: César Boyd Brenis - Diario "La Industria" (08/02/15)

Limpiar mi biblioteca es un placer que realizo en hermoso autismo cada uno o dos años. Es trabajo duro, satisfactorio y asmático. Con una y otra inhalación de Salbutamol, me enrumbo en un preclaro viaje de placer. Terminan doliéndome las manos y sangrándome la nariz por la mucosidad que mi alergia al polvo deja, pero me repongo y el baño final hace célebre la medianoche de verano y, sobretodo, en estas febriles vacaciones.

En medio de la reorganización y el desempolvo de libros, deshojo al azar los poemarios de amigos poetas lambayecanos y de otras zonas hermanas, y encuentro versos tan apasionados como el de Elio Osejo, quien rememora un cuento infantil en su poema Síndrome de Estocolmo (¡formidable título!): “Mi corazón —dijo el lobo— también es lo bastante grande,/ mi pequeña,/ para quererte mejor”. Encuentro además para mi placer y gusto el libro del sanmarquino Winston Orrillo, quien me concedió una entrevista en mi casa en aquel noviembre de 2008; él recordaba con sarcasmo la labor docente: “el/ caso es que las musas/ incomodan/ a un pobre profesor/ de pacotilla/ que tiene un gris/ horario/ que le aprieta/ como aprietan/ zapatos o/ corbatas”.

Otros versos que el azar traía a mí fueron los del poeta Julio Fernández Bartolomé, quien escribió tres libros al hilo y luego tuvo un mortal parón; hace poco tiempo me afirmó que ya nada le inspira. Lo cito: “estoy hecho del tiempo perdido/ y ni siquiera abrigo el consuelo/ de que volverás a mí”. En otro de sus libros diría: “Tengo una extraña sensación de pérdida:/ mi corazón se extravió en el tuyo”.

En aquella lejana presentación de 2003, a la que asistí, Guillermo Ortiz pondría en unos versos de su libro “Esta casa que soy yo”: “Chiclayo sigue siendo una/ ciudad de polvo y ventarrones (…) Me jode, por distintos motivos,/ vivir en una ciudad olvidada” (a nosotros también nos jode, poeta Memo). Por su parte, Carlos Bancayán escribiría en “Pétalo Canario” unos versos con los adjetivos bien puestos: “Porque vienes a veces sin que el/ pulgar te llame,/ cadenciosa,/ y te quedas a solas,/ trémula,/ variable”.

Leí dos buenos poemas de Víctor Contreras, de su libro “Cantos de amor antes que muera la luna”, y recordé que cuando era estudiante universitario escribí para un periódico mural de mi Facultad (FACHSE) una pequeña opinión titulada: “Cantos de amor antes que muera el socialismo”; un año después —para mi sorpresa— lo encontré publicado en un conocido semanario chiclayano, lo curioso fue que no salió con mi nombre sino con el seudónimo gracioso y pretencioso de “Casi humano” (sobrenombre que utilizaba en tiempos de estudiante). Todavía tengo subrayado versos de su poemario que muestran un potente apego al inmortal Vallejo, así como: “tibia sufrida”, “preñada fotosíntesis” o “el nacimiento de los choclos”.

La sonrisa me vino cuando encontré los poemas de humor de Nixa en su libro “La broma de los romances y el soneto”; decía el maestro: “Un saludo, señor mío,/ a nadie le quita brillo;/ ¡quién sabe si saludando/ se mejora el apellido!”. Pero el llanto me brotó —como siempre cada vez que vuelvo a leerlo— cuando fui a la página 80 del libro “Las horas naturales” del cosmonsefuano Alfredo José y me sumergí en el poema “Piedra negra que volverá a ser blanca” (¡Qué soneto tan perfecto!).

Recuerdo que, hace algunos años, esa obra de arte de Delgado Bravo me hizo ganar un amigo. Yo estaba con dos poetas —sentados a una mesa del bar de Percy— hablando de Vallejo, y de súbito se me acerca un hombre, con aspecto retador, y me dijo: “¿o sea que tú conoces de Vallejo?”. “Algo”, le contesté. Entonces prosiguió: “Pero tú no sabes ese poema llamado Piedra blanca que no quiso ser negra”. Había cambiado completamente el título; pero cuando lo corregí con cariño pedagógico y se lo recité de memoria, me dio un abrazo de colega, me invitó una cerveza y, desde ese día, me llama para proponerme trabajos que agradezco con el corazón.

Ubiqué una plaqueta (1998) que tenía en la portada el seudónimo de Carlos Rossi, poeta ferreñafano. Luego supe que el autor, vate y compositor, no mostraba su verdadero nombre por estar preso, purgando sus culpas. Lo cito: “El peñasco del anhelo/ lentamente se fue alejando”. Y también de la tierra de la doble fe, encontré al premiado vate William Piscoya quien escribiría en una antología: “Ahora mismo/ debería convertirme en Watson e ir/ tras un elemental espacio del purgatorio/ sin más ni más”.

Un poeta poco conocido pero que, en mi modesta opinión, tiene una voz rauda y original es Luis Boceli. Conseguí su libro, recogiéndolo en su gigantesca casa de La Victoria. Me lo había enviado por encomienda desde Lima, en donde radica. Su estilo cisneriano es edificante: “Mis primeras bebidas:/ 1. El líquido amniótico,/ 2. La leche materna,/ 3. Pisco sour de sus ósculos oceánicos”. También aquel día, leería del vate Ernesto Facho: “La muñeca suspendida/ ya no sugiere, siquiera,/ otro punto oculto/ en la luminosa entraña”. Y con eso el poeta sentenciaría: “¡Se acabó el poema!”. Su libro “La espada indeleble” es un homenaje a la forma y a la exactitud; me lo dedicaría en aquel 2013 por “esas interminables y adictivas noches de tertulia literaria”.

Encontré un polvoriento ejemplar del libro “Signos”, que Marco Aurelio Denegri tuvo la generosidad de presentar en “La función de la palabra”, dedicándole todo el programa. Ahí encontré los versos de mis más grandes socios de aquellos tiempos, pero que se han esfumado como el humo de los cigarrillos que compartíamos en implacables tertulias. Cito: “Un ruido…/ De pronto abrió el mar/ toda su puerta./ Apareciste tú,/ espuma incoercible” (José Abad). Cromwell Castillo escribiría: “Si estoy aquí/ es por el Agua./ ¿Cómo no/ transfigurarla más/ cuando desciende?”. Y Ronald Calle, a quien Denegri lo catalogó como el autor que había escrito el mejor poema del libro (“Agonía compartida”), diría: “El orbe está sudando su hastío en mi frente/ y su hijo sufre aquí en mi espacio”.


Los libros que no pude revisar —sino pasaba cinco días limpiando— fueron los de Ernesto Zumarán (el mejor poeta que tiene la región), Carlos Becerra (poemario que encontré tirado en la plazuela Elías Aguirre y desde ahí lo respeté), Matilde Granados, Juan José Soto, Stanley Vega (quienes aman tanto la literatura que dan su escaso tiempo para organizar eventos), entre otros amigos pertenecientes a la fauna (según el DRAE, tercera acepción de fauna: “conjunto de gente caracterizada por un comportamiento común”). Creo que es hora de leer. 

"El surrealismo del sicariato (A una víctima inocente de Trujillo)" - Por: César Boyd Brenis - Diario "La Industria" (17/02/15)

Parece una pintura de la realidad, distorsionada por los paliativos del inconsciente. Parece un “Picasso” donde la frase “patas a arriba” es tan natural como un dedo nacido de la frente o de la lengua. Parece una película de Fellini en que la aritmética no sólo sirve para contar los muertos, sino para aumentar en razón geométrica la ineptitud del Estado.

Primero eran los pederastas que violaban, mataban y calcinaban a sus víctimas antes de enterrarlas en una pampa solitaria. Ahora son los ajustes de cuentas que, al mejor estilo de los gánster, nos muestran crímenes brutales. Pero nada se compara con esto: Un miserable dispara en el pecho a un niño de un año. Sí, a una inocente criatura que jamás perturbaría a nadie.

Ese trastornado ni siquiera ofrece piedad. Su crimen es tan brutal como las guerras épicas en donde Aquiles partía en dos a los hijos de Príamo; sin embargo, hasta a ese guerrero impío le vino el llanto cuando el rey troyano fue a reclamar el cuerpo de su hijo Héctor que permanecía insepulto durante doce días. Aquiles se conmovió porque Príamo le recordó a su anciano padre que, allá en la lejana Tesalia, lo esperaba casi sin fe.

Pero el corazón de estos mercenarios modernos no se compadece con nada. Un niño para estos rufianes significa el vacío. No los hace recordar —para dar humanidad a su roñosa existencia— a un hijo que perdieron, ni a un sobrino que dejaron, y ni siquiera a un recuerdo de su propia infancia que, seguramente en sus formas desgraciadas, pudo tener aunque sea un ápice de fantasía y plenitud.

Es la crueldad en niveles surrealistas, la maestría de lo luciferino, la coronación del infierno. No sé a qué círculo dantesco irían estos vándalos, lo que sí es seguro es que este país es su paraíso, y sus actos son bendecidos por los que cobran cupos y se disfrazan de generales, por los que liberan narcos porque los acuerdos del bolsillo son más importantes que los de una nación en ruinas, por los jueces que no se contentan con su abismal sueldo y dialogan bajo la mesa un “cachuelo” para las queridas que vendrán.
 
Herodes arrasó con los inocentes creyendo matar al hijo de Dios para que el rumbo de la historia —profetizada siglos antes— no siga su camino (acto crudelísimo); no obstante, los sicarios matan sin razón aparente. Su fin es una sonrisa de un alto mando que lo utilizará hasta que lo desangre en una fiesta de pollos desplumados.

Ni siquiera su función es ideológica como la de aquellas masas que asesinaron a los niños de la realeza en nombre de la Revolución Francesa (otro acto de suprema crueldad), sino que, como arcángeles malignos, no tienen puntos supremos de trascendencia, sino sólo desean con fervorosa estupidez el cupo diario de un empresario emergente y sueñan con ser los “bad boys” del barrio, y levantar sus casas con pisos pintados de sangre, en nombre de una orgía o de una borrachera entre hampones. 

A propósito de “Charlie Hebdo” - Por: César Boyd Brenis - Diario "La Industria" (25/01/15)

La violencia y la masacre son actos repudiables e injustificables. Pero debemos entender que la única manera de predecir la violencia, de calmarla o —en el mejor de los casos— anularla por completo, es estudiar cada hecho violento con paños fríos —lejos de apasionamientos obcecados—, y analizar las motivaciones y las circunstancias en nombre de una paz definitiva.

La revista “Charlie Hebdo” tenía (tiene) la particularidad de ridiculizar a las tres más grandes religiones monoteístas del mundo: cristianismo, judaísmo e islamismo. Para dicho fin, caricaturizaban líderes religiosos o alguna divinidad, manteniendo un arraigado mensaje homosexual en los personajes que elegían para su escarnio, o colocaban a los creyentes adjetivos como “idiota” (por asumir su fe); todo ello en nombre de la libertad de prensa, más aún avalados por la conducta artística de los dibujantes que, en un supuesto reclamo social, podrían defender su causa con el siguiente principio moral (¿o amoral?): “el arte es libre de decir lo que sea”.

La homosexualidad, ¿la tolero pero la ridiculizo?
En lo antes mencionado, existen varios puntos por analizar. ¿Por qué la homosexualidad sigue siendo tomada por los programas —televisivos o escritos— para hacer reír? En el fondo, el mensaje subliminal que se transmite es el siguiente: el homosexual es en sí un ser ridículo. Ese parentesco con lo irrisorio —como alguna vez lo analizaría un especialista— se lo impone una sociedad machista con sus reglas de “dominio” y “fuerza” como valores supremos. Entonces, desde ese punto de vista, el homosexual es asumido como la ridiculización de la mujer, al cual hay que señalar como “débil” y como alguien que no ha entendido su ser, un personaje extraviado, amorfo y sin identidad.  

Por su parte, los caricaturistas daban un mensaje de libertad sexual y de libre elección de credos; sin embargo, ellos mismos —en escondida contradicción— ridiculizaban a los personajes religiosos, colocándolos como homosexuales, mostrándolos con modales grotescos, estrafalarios y dueños de una “vida alegre” que no sé si les cauce gracia a los de dicho gremio.  

Pero ¿por qué el homosexual no se siente tan afectado? Tal vez sea por lo que alguna vez señaló Fromm en su libro “Psicoanálisis de la sociedad contemporánea”: la abstractificación de la civilización moderna. Así, el filósofo de la Escuela de Frankfurt señalaba que nuestro mundo —en búsqueda de su máxima racionalidad— ha convertido a sus instituciones y a sus personajes en abstracciones, asumiendo una impersonalidad nunca antes vista en la historia. Por ejemplo, el que condena ya no es la voluntad de un monarca concreto, sino una ley abstracta, sin rostro y sin pasiones; otros ejemplos pueden verse en la palabra “clientela” o, incluso, en “dinero” o en “hombre”.

Por todo lo expuesto, si fue ridiculizada la homosexualidad —como subliminalmente lo ha sido en la revista francesa—, no le ha afectado a ningún homosexual en particular; e incluso la gramática ayuda a tal fin: “homosexualidad” es un sustantivo abstracto. En cambio, la ofensa sí es directa cuando se menciona a Mahoma, a Jesucristo o al Papa, pues ellos son representantes de un Dios en la Tierra; son carne del absoluto, y son vistos por los creyentes como la concretización misma de la divinidad.

Todos en el mismo saco
Con la premisa errónea de que todo el que lleva sotana es pederasta u homosexual, los caricaturistas —indirectamente— condenaban todo el credo cristiano; por su parte, también echaban en el mismo saco a los creyentes musulmanes, acusándolos de potenciales suicidas o creados para el terror, desconociendo que los grupos violentistas son un número limitado, y equivocándose al creer que la gran mayoría de mahometanos no desea la paz con occidente —representado por Israel—. Esta reconciliación no se ha logrado por la incapacidad de los políticos tanto de uno como de otro bando, dando pie a que los extremistas tomen más terreno y exhiban la violencia como única solución, violencia que llega también del estado judío.

Por otra parte, luego del injusto asesinato de los caricaturistas, varias mezquitas fueron atacadas en Francia. Este hecho puede ligarse a la idea anterior: una reacción ante lo abstracto; es decir, no reconociendo a los culpables materiales, se traslada la culpabilidad a toda una institución que, en este caso, se convierte en paredes que hay que destruir en nombre de la justicia.

¿Mahoma, el culpable?
¿Hasta dónde puede llegar el error de una visión “abstractificada”? Lo que parece ser posible, según los expertos, es que los terroristas hayan sido los que tomaron la decisión de atacar, es decir, ninguna organización concreta los envió, sino sólo fueron “mártires de Alá”. Sin embargo, uno de los hermanos, Cherif Kouachi, afirmó que Al-Qaeda los había financiado. En concreto, fue lo primero y lo único que dijo, lo cual hace muy sospechosa su actitud. ¿Puede un suicida, fundamentalista, religioso, absolutamente espiritualizado, pensar en la “financiación”, en el dinero, y hacer de esas palabras las únicas y últimas que emite al mundo entero antes de ser “mártir de Alá”? Más bien parece un discurso occidentalizado (mercantil) de un títere sabrá Dios de quién.

En el libro “Israel-Palestina: Paz o guerra santa”, Vargas Llosa cuenta de la primera terrorista palestina, Wafa Idris, enfermera de 29 años. Ella se hizo volar en pedazos en nombre de Alá. Todos los vecinos que la conocieron, y que nuestro Nobel interrogó, afirmaron que nunca vieron en ella una ferviente religiosidad. Entonces, ¿qué pasó con Wafa? Posiblemente, dos situaciones: el rechazo brutal de su marido por no poder darle un hijo o las terribles torturas que padeció su hermano a manos de judíos. ¿Poseen los fanáticos suicidas mentes —no religiosas— sino perturbadas, que son manipuladas por ideas “políticamente contrarias” y que entregan su vida en nombre de un mundo despiadado que les dio la espalda? Ojalá todo cambie. “Ojalá”, por cierto, es una voz árabe (wa-sa Alá) que significa “Y Dios quiera”.

¿El arte es amoral?
Este tema es muy polémico. Hasta donde se puede analizar, el único arte amoral sería el arte abstracto, aquel que no puede ser concebido en un mundo material y concreto, y que está sumergido en innumerables interpretaciones, tan subjetivas como inacabables. Pero ¿y si todo arte es abstracto? Recordemos la canción “Flor de retama” exclamando “¡A pólvora y dinamita!” o también la reciente obra teatral limeña que, supuestamente, hace apología al terrorismo; ¿serán estas obras de arte amorales?


Todo este tema preocupó mucho al maestro Arguedas quien no reconocía un arte sin moral, aún frente a las contundentes explicaciones de semiólogos y hermenéuticos que ponían al arte como un conjunto de signos fuera de este mundo —aunque inspirado en él— con su propia moral y sus propios credos. Es la eterna batalla entre el materialismo y el idealismo.  

"¿Bachiller o Licenciado?" - Por: César Boyd Brenis - Diario "La Industria" (22/01/15)

Hace tres años, en la Escuela de Post-grado de mi Alma Mater, me encontré con una ex compañera de universidad. Ella había solicitado un documento que avalaba sus casi concluidos estudios de maestría; pero se regresaba a hacer un reclamo que, según decía, le causaba indignación.   

En el dichoso papelito le habían colocado que la “Bachiller Tal estaba cruzando estudios…”. “¿La Bachiller?”, me dijo, “¿qué se han creído? ¡Yo soy Licenciada!”. Cuando le dije que también era bachiller, me dio un confuso discurso que no pude entender y, por la magnitud de su cólera, preferí no seguir con esa discrepancia lógica.

Le quise hacer recordar aquella clarísima explicación que nos dio el profesor de Literatura Peruana (allá por el sexto ciclo, creo) acerca de los grados y los títulos, en cuya clase definitivamente ella también estuvo. Pero no. Entonces desde ese tiempo hasta la fecha, todavía puedo encontrar colegas que no tienen muy claro el rumbo de sus estudios y confunden agua con aceite a pesar de bañarse con ambos todos los días. 

Cuando uno cruza los cinco, seis o más años de universidad, termina con una capacidad investigativa determinada, aprendida a lo largo de ese periodo, asimilada en sus cursos teóricos y metodológicos, es decir, concluye con un determinado conocimiento de la ciencia en general y algunos puntos particulares de su aplicación. A ese nivel o grado finiquitado se le llama bachillerato.

Si se quiere seguir por la línea de la investigación, profundizando en el campo científico, —en otras palabras— si se desea subir de grado, para aplicar nuevas teorías o descubrir importantes hipótesis que alimentarán la fuente investigativa, entonces el estudio que se demanda es el de maestría. Y, siguiendo ese camino, el doctorado sería otro grado más en donde —aquí se marca la diferencia— se ostenta una teoría propia (por eso recordemos que no todos los médicos o abogados son doctores y, en su mayoría, ni siquiera magísteres).

En cambio, la licenciatura es el permiso que te brinda el estado de un país para validar tu competencia dentro de tu especialidad, es decir, el visto bueno para saber si estás apto en tu disciplina particular y puedes ir al campo laboral y aplicar los conocimientos de tu específica carrera. Ese permiso o licencia se llama título profesional. Y si se quiere continuar profundizando en una rama mucho más específica de una disciplina, se puede escoger una “segunda especialidad” y así conseguir otro título. Por tal motivo, uno puede ser bachiller y licenciado al mismo tiempo, o tener dos o tres títulos y seguir siendo bachiller.


Por el contrario, cuando se quiere seguir una maestría, importa poco el título, por eso jamás te lo piden y ni siquiera lo mencionan de pasada. Hoy en día, con tantas maestrías en el mercado —y con las menciones más quijotescas— ya hasta se han olvidado de la esencia de seguir estudiando y de la vertiente formal de los procesos académicos. 

"¿Sólo esa tuna universitaria?" - Por: César Boyd Brenis - Diario "La Industria" (15/01/15)

Tal vez me equivoque desde la primera línea, pero hay algo que me lleva a contar lo que vi: la dignidad. No sé si será mejor o peor el trato entre integrantes “tunos” de otras universidades, no sé si se hará diferencia entre instituciones privadas o no; sin embargo, aquella tuna, de esa universidad, de tal tradición, me hizo presenciar —casi como un intruso— un espectáculo tan patético (patético: capaz de mover y agitar el ánimo, DRAE) y tan anecdótico como para tomarlo en cuenta, ¡pero no en serio!

El último sábado del año recién pasado, un amigo me llevó casi a rastras a una fiesta en la “lejana” La Victoria (vivo al otro lado de Chiclayo). Llegamos justo en el punto preciso de esa reunión, en donde la engalanaban señoritas en primera fila, una veintena de jóvenes vestidos de malla negra —cuya euforia era conmovedora—, familiares de la edad precisa para ser “tunos”; en fin, amigos y curiosos completaban ese mediano patio. El maestro de ceremonias comenzó con un protocolo poco usual para los que por primera vez acudíamos a tal evento: las rimas, las coplas, el encanto del verbo se hacía con gritos e invariablemente en distintas partes del local. No eran los poetas anarquistas de Chesterton en “El hombre que fue Jueves” ni los poetas malditos viscerrealistas de “Los detectives salvajes” de Bolaño; ellos eran los quijotes después de un encierro leyendo libros de caballería. Y eso fue positivamente sugestivo.  

Luego, comenzó el centro de la reunión. Premiaron con diplomas que, sorprendentemente, tenían el logo de su universidad —casa de estudios tan nueva, tan céntrica y tan “regionalísima”— y con el símbolo portentoso de la España de alguna época trovera. Los reconocimientos estaban selectamente clasificados: “El borracho del año”, “El mochador del año”, “El sinvergüenza del año”, y disparatadas distinciones por el estilo. En un principio pensé que si en la mayoría de regiones del Perú se juramentan autoridades de pasados cloacales y reconocimientos esperpénticos, entonces no tenía nada de malo el designar con burlesca manera a tantos señores que se enorgullecían de adjetivos tan ilustres.

Cuando llegó el turno de nombrar a los llamados “padrillos” o nuevos integrantes, mi rostro cambió. A los pobres muchachos los sometían a una serie de humillaciones: tirarse al piso, beber como desquiciado, alcanzar objetos, lustrar los zapatos, arrodillarse por tiempo indeterminado, etc. Luego, me puse a pensar que un asunto es una reunión dionisíaca en nombre de la trova y, otro asunto, es amalgamar la risa con un ritual “ciudad-perresco”.

Los novatos de los Maras (las pandillas más terribles de Centroamérica) tenían que resistir una golpiza criminal por un minuto y, si sobrevivían, entonces ya eran del clan. Algunos grupos de pandillas aceptan a sus integrantes cuando han matado a alguien de su familia. Pero de los Maras a una tuna universitaria (repito: universitaria), con integrantes supuestamente de un intelecto superior, con una cierta cultura de la dignidad, pues hay un cosmos de distancia, pero es una realidad que al parecer hoy en día ya ni sorprende.

"Violencia común, ¿te piensan luego existes?" - Por: César Boyd Brenis - Diario "La Industria" (13/01/15)

Entiendo por “violencia común” aquella que se ejerce a título personal, sin intensión de una trascendencia ideológica o sin tener —necesariamente— una contemplación asociativa para cometerla. De dicho concepto, podemos inferir que la violencia terrorista, las guerrillas políticas o las guerras entre países, no pertenecerían al rubro de “violencia común”, sino más bien a otro tipo de hecho, muy bien legitimado por los sistemas de poder, ya sea para aprobarlos o reprobarlos, ya sea para adherirse o confinarse.

Dichos sistemas de poder se han permitido sistematizar y estudiar los organismos “supremos” de violencia —es decir, no comunes—, pues de ellos también se saca algún provecho práctico, y es más sencillo explicarlos, asimilarlos y legitimarlos; para ello, hay leyes que los parlamentos realizan a favor —por ejemplo— de la aprobación de un fondo para combatir el terrorismo, para la compra de armamento o para la construcción de una nueva prisión.

Sin embargo, el tema de la “violencia común”, la que se puede apreciar tanto en un robo de esquina como en una golpiza desalmada de un esposo a su esposa, se complica a nivel de gobierno pues, al parecer, no se entiende su naturaleza o se entiende demasiado bien, tanto que se da por “natural”. La violencia común se explica como propia de una individualidad, como un caso aislado de conductas antisociales o como la reacción a un trauma no identificado. Al quedar el análisis en ese plano limitado, no se implanta una estrategia fuerte para su tratado, sino sólo se le “vigila” y “castiga”; dos verbos estos últimos que dan título al libro “Vigilar y castigar” del filósofo Michel Foucault, en donde diserta acerca de la historia de los sistemas penitenciarios, que más que encauzar a los individuos se les quiere volver dóciles y útiles.

La forma cómo se enfrenta y se trata uno y otro tipo de violencia, tiene un carácter también violento; pero la diferencia sustancial está, al parecer, en que la violencia no común o “suprema”, por ser un sistema, se le pretende eliminar o desaparecer ideológicamente, negándole el curso de la historia y suprimiendo sus vías de propaganda para, de esa manera, revertir su efecto y homogeneizar todas las formas de pensamiento.

En cambio, en la violencia común, no puede haber estrictamente una represión implacable y apuntar a su eliminación absoluta; pues el poder ha visto la utilidad práctica de aquellos seres humanos antisociales, dándoles ciertas ventajas y cargos oscuros, como el sicariato, la llamada “fuerza de choque”, el “marcaje”, el que “te cuida la espalda en tal zona” (frase clásica: “siempre es bueno estar con Dios y con el diablo”) y, en ciertas sorprendentes ocasiones, cargos públicos.

A la violencia común no la piensan para que no exista del todo, y sólo sea un titular sanguinolento de una gacetilla, o sea la mejor explicación religiosa que el Fin está cerca. En la modernidad más elaborada del mundo, la estupidez humana ha triunfado. Perdón, Renato Descartes, por la tristeza iluminada.

"La finalidad del juguete y la desobediencia" - Por: César Boyd Brenis - Diario "La Industria" (08/01/15)

Las fiestas de navidad y de fin de año han pasado dejando, en los niños, alguna alegría por un juguete nuevo; utensilio que será olvidado en pocos días y pasará a ser reliquia de un viejo nostálgico o alcanzará larga vida para ser el regalo de otro niño o terminará en la basura de los plásticos que perecen.

Que en pocos días un juguete sea olvidado para ser cambiado por otro (o destruido para que su naturaleza pueda adecuarse a lo que el niño desea) tiene una explicación categórica: la imaginación de los niños no soporta el vacío de un objeto limitado.

¿Dónde se encuentra su límite? En la naturaleza del producto que las tiendas quieren ofrecer. De esa forma, en los comerciales televisivos les imponen a los niños —en imágenes— cómo deberían manejar su juguete: esta muñeca nada dentro de la piscina de plástico, este auto corre sobre una autopista curvilínea o aquel helicóptero se eleva con el botón que presionas en nombre de la emoción. Es la faena que los señores amos del marketing proponen, construyendo un producto que los usuarios destruirán. Los niños arrastrarán las propuestas por el suelo del absurdo.

La actitud de diversión ante su regalo, puede durar en el niño lo suficiente como para saber que ha valido la pena; pero ese tiempo podrá ser prolongado o no dependiendo de algo que, incluso en el joven y el adulto, limita su potencialidad: la tecnología, el verdadero motivo de un veloz aburrimiento.

La tecnología nos ha dado tanta ociosidad como aceleradas dosis de trabajo. Y pretende explotar en el niño su propensión a ser influenciado. Pero éste desobedece: deja su avión y su auto a control remoto y los convierte en entes independientes de las baterías o las pilas, los hace tan libres como su legítima imaginación y se enrumba con ellos a los mundos más desconcertantes, para que ningún control reste el legítimo motivo de su verdad.

El objeto como juguete o el juguete como objeto tiene que sentir la mano libre en un mundo de ilusión, llevar la esencia de ser absolutamente manipulable ante el personaje del que tanto hablan los comerciales en estas fiestas: el niño. Y que esas a veces huachafas frases como “la navidad es de los niños” o “no dejes de regalarle a tus niños estas ofertas”, puedan ser representadas mejor por una hermosa realidad: romper los parámetros y hacer del juguete el sueño incompleto que nuestros hijos desean.

Los seres humanos jóvenes o adultos racionales debemos seguir —en cierto sentido— el ejemplo de los niños: romper los límites que nos muestran los comerciales, los programas basura, las cándidas telenovelas, el pretencioso chisme, la rutinaria “farándula”, las inalcanzables “vacaciones”, el perfil de belleza, y poder reparar de cierta forma la enajenación (de la que hablaba Fromm) o la alienación (a la que se refería Marx) solamente con una causa: desobedecer en la razón lo que pretende empobrecernos.

"El alcalde sujeta la escoba: ¿La imagen es la realidad?" - Por: César Boyd Brenis - Diario "La Industria" (06/01/15)

En su alegoría de la caverna, el filósofo Platón decía que la realidad que vemos es una sombra o una copia de algo que se nos muestra desde nuestras espaldas hacia la única pared en donde está puesta nuestra visión. En la pared se encuentran la sombra del observador, de los objetos alrededor de él —en síntesis— de la realidad total que podemos ver. Como no está permitido voltear la vista hacia otro lado, entonces sólo vemos las sombras desfilar en una pasarela oscura y eterna.

Por ello, nuestro sesgado y hasta apasionado entendimiento puede hacer que esa realidad sea tan diversa. Eso lo confirmé cuando por el Parque principal de Chiclayo, en plena juramentación, encontré a viejos amigos políticos y les pedí, con honesta curiosidad, acerca de la iniciativa del alcalde de salir a barrer las calles de Chiclayo el primer día del año.  Como era de esperarse, uno de ellos me afirmó indignado que por su casa la basura hasta el momento seguía ahí; otro, me dijo que era “sólo para la foto de rigor”.

Por mi parte, sin embargo, sí vi sorprendido que la avenida Leguía —al menos por el sector donde vivo— estaba limpia de bolsas de basura o de residuos del holocausto de muñecos que deja el viejo año, aunque se notaba que la recolección había sido hecha con una velocidad muy usual, pues los pequeños montículos de barro seco y polvo aún mostraba el rastro de las palas o los instrumentos que levantan la basura. En fin, algo es algo. Aunque para Platón ese algo también hubiese sido sombra.

Confieso que el calor infernal sólo hizo que me quedara hasta la juramentación del cuarto regidor, a pesar que vestía short y un polo fresco, y el libro “Israel-Palestina” de Vargas Llosa me daba la sombra suficiente a mi rostro para divisar a media distancia a las nuevas autoridades que juraban por sus muertos y por los vivos de un Chiclayo que necesita tener esperanza, sobretodo después del esperpento atroz que nos dejó el anterior régimen.

Al volver a casa, me percaté que un diario había publicado una pequeña imagen del alcalde barriendo la ciudad. Entonces recordé de nuevo a Platón y su odio por los poetas, los cuales a decir del filósofo griego no podrían estar jamás en su República ideal, pues ellos copiaban una realidad ya copiada: hacen una sombra de otra sombra. Como el lenguaje y la fotografía hacen sólo una diferencia material, creo que los fotógrafos asumen ahora un papel más cercano a lo que se refería Platón en sus escritos. Y esa escoba, símbolo de limpieza —recuerden cuán “limpias” eran las manos de los símbolos pasados— es una sombra que llegará a la trascendencia (otro concepto platónico) cuando los prisioneros se liberen y salgan de esa caverna y se supere esa frase de Adorno y Horkheimer en “Dialéctica del Iluminismo”: “De la inmadurez de los dominados vive la decadente sociedad”.