lunes, 29 de septiembre de 2014

"La corrección y un verbo: Respuesta a un lector avisado" - Por: César Boyd Brenis - Diario "La Industria" (28/09/14)

En el cuento “García Márquez y yo” del distinguido y premiado escritor peruano Jorge Ninapayta —desaparecido lamentablemente este año— encontramos un tema poco usual: la corrección de textos; esta noble faena representa una sombra detrás de cada libro, pues es el corrector el que se lleva las palmas o el desprecio según el producto de la edición.
En resumen, el protagonista del relato había encontrado un error en una novela-borrador de García Márquez: le faltaba una coma —un vocativo—. Luego, agradecido, el autor de “Cien años de soledad” modificó el yerro. Eso hizo crecer en el corrector un afán por observar todos los libros que encontraba en los estantes, de todas las ediciones ya publicadas, y deshojarlos e ir hacia la página justa de esa legendaria coma; aquella que había cumplido una función trascendental, como todos los demás signos que le brindan un sentido más preciso al lenguaje escrito. El respeto por esos signos, la entrega por su trabajo y el singular modo de colaborar en una obra de un Nobel, le hizo concluir en esa frase rotunda que da fin al cuento: “Y este es el libro que escribimos García Márquez y yo”.
Sin duda, los correctores de estilo o de detalles a veces imperceptibles, ayudan a mejorar las publicaciones, y más aún si no son pagados; y apostar por decir algo —en la era del silencio— es invalorable. Salvando las distancias con el inmortal Gabo, aquí en este diario, este servidor publicó el pasado domingo 21 de setiembre un modestísimo artículo acerca de la muerte de Gustavo Cerati; seguramente, entre tantos deslices en el escrito, saltó uno en especial, el cual un lector acucioso me hizo ver a través de un correo electrónico. Un verbo en la siguiente expresión estaba incorrecto: “si el autor de “Rayuela” hubiese vivido su niñez o adolescencia en los años 80s, hubiese escrito su obra al ritmo de rock y no de jazz, como lo hizo”.
El amigo remitente se cercioró con agudeza que el segundo “hubiese” estaba incorrecto, y más bien debería estar el “habría”. Preciso. Y ese detalle me da pie a recordar un poco las reglas gramaticales que demarcan el lenguaje.
En sus modalidades compuestas, los verbos suelen ayudarse con el “haber” (he amado, habré comido, etc.). Si nos centramos en las expresiones utilizadas en el fragmento errado, tenemos que el “hubiese vivido” se encuentra en modo subjuntivo. ¿Cómo me doy cuenta de eso? Recordemos que este modo nos brinda la acción de la manera cómo el hablante (el sujeto) afirma desde lo que sucede en su subjetividad, en su fuero interno, en su deseo, en su ilusión; más no en lo que ha pasado objetivamente.
De esa manera, el “hubiese vivido” o el “hubiera vivido” (“hubiera” y “hubiese” se usan de forma indistinta, es decir, cumplen la misma función de intencionalidad) son parte del pretérito pluscuamperfecto del modo subjuntivo, porque muestra una acción pasada condicionada por otra pasada también.
Por otro lado, en la segunda parte del fragmento, el “hubiese escrito” sería incorrecto porque la precisión estaría en colocar ese verbo compuesto en modo potencial, es decir, en afirmar algo que no ha ocurrido pero que pudo ocurrir si se cumplía la condición. Es decir, la expresión quedaría de la siguiente forma: “si el autor de “Rayuela” hubiese vivido (modo subjuntivo) su niñez o adolescencia en los años 80s, habría escrito (modo potencial) su obra al ritmo de rock y no de jazz, como lo hizo”. Extrañas son las precisiones del idioma.

"Gustavo Cerati: ¡Nada más queda!" - Por: César Boyd Brenis - Diario La Industria (21/09/14)

Para el hombre moderno, para aquel ser que se refugia en las ciudades, con sus filosofías de “progreso” y “éxito”, que no se da cuenta —en palabras de Erich Fromm— que su individualidad es una ilusión, para ese hombre que busca la fantasía para anestesiarse del fracaso; para ese, justamente, tal vez no exista mayor forma de enajenarse que el rock, y más aún en el idioma que le ha sido otorgado por el azar o por los extraños designios de la historia humana: el español.

El rock en español tiene un nombre en su centro, con una imperiosa virtud que pocos han alcanzado: Soda Stereo, grupo nacido en el país de Borges y de Cortázar (estoy seguro que si el autor de “Rayuela” hubiese vivido su niñez o adolescencia en los años 80s, habría escrito su obra al ritmo de rock y no de jazz, como lo hizo), nos ha dado el privilegio de entonar sus maravillosas letras para alienarnos, no a la manera de la que Marx incidía sino con la plena libertad que te brinda el disfrute del arte.

Soda Stereo y Gustavo Cerati son sinónimos absolutos. Él era un poeta y un músico fenomenal. Su tránsito por este mundo llegó a su fin después de cuatro años en estado de coma. Sólo su madre lo acompañó hasta su último aliento. La soledad de los grandes siempre será conmovedora e inevitable, como un temblor que pasa: “Nadie me vio partir, lo sé, nadie me espera”.

“En sus caras veo el temor / en la ciudad de la furia”. La ciudad, la creación del hombre moderno, el centro de la desesperación y la violencia como la que Buenos Aires —y Argentina— enfrentaba con sus innumerables gobiernos militares, y por la que los contemporáneos de Cerati y él mismo escribían canciones con mensajes ocultos; una de ellas era “Trátame suavemente”, dedicada a un militar de la época: “Alguien me ha dicho que la soledad / se esconde tras tus ojos, / y que tu blusa adora sentimientos que respiras”.

No voy a hablar de por qué Soda caló tanto en toda una generación, pues de eso ya han discutido ampliamente los melómanos, pero voy a acercarme a esta banda desde mi pequeño lugar en el mundo. Cuando era niño mis tíos Chela y Jano sintonizaban en una vieja radio las canciones del rock en español. “Persiana americana” y “Cuando pase el temblor” sonaban implacables para hacer de mí un indagador, pues la combinación de palabras y las metáforas empleadas en sus letras me dejaban con un infinito espasmo y tenía que enfrentar las canciones con una mente más avisada, pero fue recién en la primera juventud donde intenté penetrar en los sentidos de sus versos y logré estremecerme por descubrir cuestiones que durante tanto tiempo habían estado esperando por acrecentar mi sensibilidad.

Tal vez fui influenciado por el curso de Semiótica y de Interpretación de textos, que por esa época llevaba en la universidad, para ver con otros ojos las extrañas pero inquietantes letras de las canciones del grupo argentino. Era el caso de “Persiana americana”, canción en la cual descubrí a un personaje voyerista que se inquietaba hasta el extremo: “Yo te prefiero fuera de foco, inalcanzable; yo te prefiero irreversible, casi intocable. Tus ropas caen lentamente. Soy un espía, un espectador. Y el ventilador, desgarrándome…”. A pesar de ser una de las canciones más comerciales del grupo, el complemento con la música la hace penetrante.

Compré un casette de Soda Stereo en mi adolescencia, y llegó a mí la canción que más me ha marcado, incluso en mi vida literaria: “Signos”, nombre aquel cogido para nombrar al grupo literario que formamos con algunos amigos poetas en aquel año de 2006. “Signos” fue nuestro himno y escucharlo fue ese primer paso para la penetración al estado poético en las rotundas reuniones que organizábamos. Después del preludio de ensueño que se oye en la canción, llegan los primeros versos: “No hay un modo, no hay un punto exacto. Te doy todo y siempre guardo algo. Si estás oculta, cómo sabré quién eres…”. Esta canción y todas las demás que acompañan al disco del mismo nombre fueron hechas por Cerati con una velocidad poco usual, cuando se ausentó del mundo ayudado por las sustancias de las que él tanto abusaba en su juventud y que, lamentablemente, lo llevaron a la muerte.

Por esos tiempos universitarios, recuerdo que siempre le comentaba a mi hermano que haría un artículo acerca de la canción “Signos”, lo cual nunca tuvo lugar. Creo que sólo avancé cinco líneas que después confundí entre tanto papel. No era el momento. Nunca lo será. Ahora Cerati ha muerto y deja un hondo vacío. A pesar que los primeros días después de su deceso escuchaba a Cerati por tantos lados de Chiclayo, prueba ésta que la muerte —su verdadera muerte— sólo llegará con el fin de la historia de la humanidad.

Gracias, Gustavo, por darme esa línea magistral sacada de una canción y que coloqué de epígrafe en un poema dedicado a mi grupo literario: “Signos, bajo la luna hostil, Signos…”. Gracias por aquel gran concierto que grabaste con la sinfónica y que escuchábamos con mi madre cuando todavía compartíamos la misma mesa, y siempre después de oírla decir durante el almuerzo: “¡Pon la música del argentino!”. Gracias por traer a mi memoria una niñez ausente pero que relaciono con lo más sublime de toda mi existencia, pero a pesar de eso repetir una de tus canciones: “¡No quiero soñar mil veces las mismas cosas, ni contemplarlas sabiamente, quiero que me trates suevamente!”. Gracias por las innumerables veladas a través de los años en compañía de mis amigos más queridos entonando tu eterna música. Gracias por los tres días posteriores a tu muerte en donde, junto a los más allegados nostálgicos, profundizamos en tu música y, como esperando una resurrección, llegamos al domingo creyendo que estabas vivo y que tus palabras ahora eran nuestras: ¡gracias totales, Gustavo, totales!

miércoles, 10 de septiembre de 2014

"La lectura, el poder y el fin" - Por: César Boyd Brenis - Diario La Industria (29/07/14)

Leer y no poder hacer nada contra la muerte. Leer a cada instante, sumido a veces en un desequilibrio insano. Entender la realidad mejor en el repaso que en el éxtasis, mejor en la tranquilidad que en los impulsos, e intentar vivir mejor. Tal vez sea sólo eso: transmitir conocimientos, ordenar pensares, recopilar rupturas y educar. Pero ¿hay algo más detrás de tanto libro genial?

Con la lectura he transitado extraños caminos. Al principio las expectativas de su práctica eran iluministas, olímpicas, jactanciosas. Luego pasaron a ser deslindes, actos de vida, propuestas de sueños. ¿Hacia dónde he podido llegar con la lectura, o hacia dónde han llegado otros con ésta? Pueden ser interrogantes —hechas por este obstinado pasajero del planeta— que apuntan con extrema modestia hacia las finalidades de cada cosa, justamente en este tiempo cuando se proclama a toda costa que no hay grandes finalidades, sino pequeños sentidos de vida, relativos, limitados y subjetivos.  

Para nadie es un secreto: el conocimiento da poder, y la forma de conseguirlo es la lectura. Todo lo que se lea será guardado como un arsenal de armas de los calibres más variados; y en las manos de un demente, ¿adónde iría a parar la bomba atómica? Hemos sido testigos (en raras ocasiones) de políticos conocedores, lectores, habilísimos y falsos, que representan el mejor ejemplo del poder en acción alevosa, por consiguiente, del peor producto que puede dar el acto “pueril” y consuetudinario de la lectura. 

No se debe explicitar que la práctica en sí misma de la lectura debe de ser la panacea que los profesores tanto reclamamos en los estudiantes. La lectura no es un fin. Con el tiempo, uno entiende lo que el finado profesor Constantino Carvallo —a quien tuve la dicha de conocerle su profunda sencillez en una feria del libro de Trujillo— había referido en su Diario educar: Tribulaciones de un maestro desarmado: “Cuando encuentro a un ex alumno en la calle, no me interesa saber qué estudia. No me interesa tampoco si ha ingresado en primer puesto a una universidad porque igual puede ser un canalla”.

A este maestro tampoco le hubiese interesado que un ex alumno suyo haya leído la Biblioteca de Babel que Borges refería, porque sabe que en las entrañas de la educación, del estudio, de la intelectualidad, existe un discurrir ético que no se puede soslayar, que es indispensable asumir con plena conciencia y que, más aún, se encuentra detallado en las primeras páginas de todas las materias que los profesores dictamos.

La lectura no debe servir para que alguien se transforme en caballero andante, o para ir a contracorriente y a ciegas, para que luego sufra al final de sus días el arrepentimiento de lo que vivió (como terminó el Quijote); no debe servir como instrumento para ir mezquinando toda idea de buena fe o humillando a las personas sencillas. La lectura no tiene un hipervínculo con la locura, sino con la conciencia. La lectura debe de ser sincera, leal, ajustada a una finalidad conductual, con un horizonte guiado por la seriedad y la empatía, debe de ser un acto casi religioso que conlleve a una solidez en todas las dimensiones del ser humano.

Creo en la lectura como un acto de amor, de un complejo amor por el conocimiento, y en consecuencia por el ser humano, por su pasado difuso y su futuro incierto. Y en el acto de leer, siento algo así como un anhelo de que todas las almas se junten para explicar la nada del mundo.

"Peruanidad: Mitad orgullo, mitad rencor" - Por: César Boyd Brenis - Diario La Industria (28/07/14)

En el fondo sabemos que es cierto lo expresado alguna vez por César Hildebrandt: es huachafo decir que el Perú es el mejor país del mundo. Pero seguiremos repitiendo esa expresión de orgullo mientras sea posible, aún cuando veamos con cierto celo a la cocina francesa, el fútbol brasileño, la literatura argentina, el idioma inglés, la fuerza alemana, la técnica japonesa, la política China, la temeridad medio-oriental, los rascacielos gringos, los palacios de Europa, las bodas reales, la historia de Cuba, el nacionalismo mexicano, la España colonial, los diamantes africanos, la filosofía griega, los misiles de la OTAN, el petróleo árabe, la música de Beethoven, las playas de Miami, las mujeres colombianas, a Hollywood, a Londres, a Buenos Aires, a Bogotá y a Santiago de Chile. 

Hay cosas dignas de envidia, otras no. Nosotros tenemos nuestro Nobel, nuestro Machu Picchu y nuestro Gastón Acurio; pero poseemos una herencia huérfana. Sabemos poco de nosotros mismos y, en la actualidad, sólo en la identidad y el color de un partido de fútbol llegamos —en algo— a definirnos (unirnos) mejor. El racismo, esa lacra que poco a poco se va extirpando, le hace mucho daño al Perú, porque como ideología a puesto los cimientos más poderosos para separar un peruano de otro.

Ya desde Mariátegui se hablaba de “la herencia colonial”, de ese racismo clasista que en nombre de la dominación y el poder servía para establecer la diferencia a través de los sentidos; es decir, si veían a un blanco sin duda era poderoso, si se olía mal se era un indio, si se escuchaba un castellano con destellos de quechua se era ignorante, etc. Así, la indefinición del espíritu humano, de lo inmaterial, pasó a centrar la atención en lo material, en lo que se puede ver, oler u oír. Sin embargo, en la actualidad estas diferencias se han ido disolviendo. En algunos casos esa herencia racista ha cambiado de tónica. En ocasiones las etnias antes dominadas han apostado, en cierta parte, por excluir en el mismo sentido material a otras etnias; tal vez por protección, defensa o prevención, sin tener justificación alguna; sin embargo, cada vez se toma más conciencia de ese esperpento llamado racismo y se convive con menos prejuicios.

El Perú ha visto pasar tantas fuerzas divisoras, tantos ingratos personajes, tantas ideologías detestables; pero debe emprender un vuelo diferente. Pues es en lo inmaterial en donde se encuentra su verdadero orgullo, y es ahí en donde se debe construir su identidad para —por reflejo inmediato— ver su historia y enaltecerla; y desde la educación empezar a sentirnos una nación que respeta y se respeta; desde la religión, empezar a ennoblecer nuestra condición de seres limitados; desde el civismo, a cultivar un trato amable y de conciencia social; desde la historia, redefinirnos como una nación de un territorio inmenso y de una espiritualidad portentosa.

Sentir orgullo de ser peruano tendría que estar en relación directa con nuestras fortalezas internas, propias y distinguibles; como lo que se expresa en nuestro arte que, siendo cosmopolita, también posee el divino rol de pertenecer a la historia de mentes bien peruanas.

"La lectura y el inconsciente" - Por: César Boyd Brenis - Diario La Industria (23/07/14)

En el módulo de Interpretación y producción de textos, el tema “La lectura” es un cielo aparte. Suelo proyectarles a los estudiantes aquella conocida escena de la película Karate Kid, en donde se muestran los airados reclamos de un muchacho al haber sido presa durante días de una supuesta explotación; de esa forma, en cada sesión, el joven protagonista no reconoce en ningún momento las técnicas básicas del karate, sino más bien sólo la dedicación a lavar autos, barrer, pintar la cerca, la casa, etc.; después de lo cual resultaría un grito desesperado del discípulo dirigiéndose a su maestro: “¡Durante días he sido su maldito esclavo! ¡Me voy de aquí!”.

El maestro, sintiendo la impotencia del alumno, lo detiene y le muestra todo lo que había aprendido sin saberlo; pues en todos esos días, la limpieza y el pintado le habían servido para adquirir los reflejos básicos que le permitirían plantear su defensa ante cualquier ataque. A partir de ahí, el joven entraría a un estado de deslumbramiento y de fe ante lo que le podría brindar su maestro en situaciones inverosímiles. La lectura tiene la misma lógica. Cuando se lee con constancia y dedicación, la mente y el cuerpo adquirieren caracteres más sólidos, más activos y más notables. Todo aquel que se ha entregado a la lectura, lo ha hecho con el espíritu más noble, y en el transcurrir del tiempo se ha ido dando cuenta que la vida ya no es la misma; pues la perspectiva de las cosas da un giro sorprendente, y la posición que se tenía de algunos temas empieza a profundizarse, tal vez a cambiar o a fortalecerse con argumentos más elocuentes.

La lectura, por su naturaleza, también podría ser peligrosa. Y para muestra de ello están todos los adolescentes y jóvenes que son envenenados con doctrinas violentistas. Se ha visto en el mundo cómo el fervor adquirido por un dogma, trasciende por encima de la propia vida. Y si a eso le agregamos un contexto hostil y represor, las sociedades se reducen al guión que les dictan aquellos interesados en que nunca despierten.

Es preciso agregar que el concepto de lectura, como tradicionalmente se entiende, es el acto de asimilar un contenido que un texto escrito nos brinda. Sin embargo, existen otras acepciones que enriquecen su naturaleza. De esa forma, también se le puede llamar “lectura” a todo aquello que se extrae de un determinado texto, ya sea oral, escrito o de otro tipo de simbología; es decir, es una interpretación que ordenamos en nuestra mente y que se establece como un aprendizaje.

Entonces, con esos conceptos de lectura, la peligrosidad de “leer” los programas basura, el arte light o a los charlatanes metidos en todos lados, es evidente. En un mundo en donde los buenos libros son cada vez menos leídos, más olvidados y más vapuleados por ser considerados como “aburridos”, “anticuados” o “innecesarios”; en un mundo así, el acto soberano de leer “lo duro” ha sido sustituido por asimilar “lo ligerito”, e influenciado por los medios de comunicación, la libertad soberana y constitutiva de leer se ha convertido en un remolino que no deja discernir lo importante de lo abyecto; y si agregamos a eso el mal uso de la tecnología, la idiotez humana ya está garantizada.

"Crónica de un poeta en Huaraz" - Por: César Boyd Brenis - Diario La Industria (20/07/14)

La noche del viernes 4 de julio no cené con mi madre por su cumpleaños, pues debía abordar un ómnibus que me llevaría a uno de los paseos más maravillosos y apasionantes que he tenido hasta ahora, en mis treinta y dos años de existencia. Acompañado de cuarenta y seis colegas cargados de variados ímpetus, íbamos con dirección a un rumbo desconocido que en el transcurso de doce horas fue realidad soñada: la presencia de Huaraz.

Pero las doce horas pasaron lentas. Luego de una cena reconfortante cerca de Trujillo, cuyo restaurante ofrecía, no un caldo de gallina “viagra” como lo publicitan ciertos locales chiclayanos, sino un modesto plato de esencias de alas; digo que luego de esa cena, el sueño se apoderó de los cuerpos plácidos que durmieron silenciosos o emitiendo ruidos como de autos averiados que se unían al del ómnibus amagando curvas o deteniéndose en accidentados caminos. Todos durmieron apaciblemente, menos yo; pues traía detrás de mí un aparatoso dolor de columna que las faenas de corrector de libros por diez horas diarias, sentado, agravaron hace años. Todo el dolor importó poco cuando vimos, a las 6:30 de la mañana del sábado 5, la ciudad a través de los vidrios absolutamente humedecidos por el frío serrano de un día esencial. Habíamos llegado vivos.

No vi profesor que se resistiera a tomar fotografías de esos momentos, pues reflejaban la emoción de la primera impresión o del primer soroche pasajero. Luego de acomodarnos en las habitaciones y del desayuno tardío, nos enrumbamos a nuestro primer destino: la laguna de Chinancocha a 3850 msnm. Sin embargo, camino a ésta pasamos por una serie de acogedoras ciudades, cuyos nombres no retiene la memoria con excepción de uno: Yungay.

Después de una breve parada en una calurosa ciudad, cuya atracción era su iglesia colonial y sus helados de ron y cerveza, pasamos al Campo Santo de Yungay. A partir de ese momento, sentí que mi vida ya no sería la misma. Era la primera vez que estaba frente a una catástrofe que en mi imaginación se tornaba imperecedera y que reconstruirla resultó una caída emocional agravada por un hecho que me saltó a la vista: el negocio de la tragedia.

Me pasmó apreciar el inmenso Huascarán que, hace cuarenta y cuatro años, con el furor de un gigante intenso, desprendió miles de toneladas de hielo y lodo que chocaron contra las montañas inferiores, ocasionando el desprendimiento de más rocas gigantescas que sepultaron en cinco minutos la historia de un pueblo. Era un poblado de 25 mil habitantes que, en la frialdad del tiempo, se diría que pudieron ser más; pero acercándonos al hecho con la pasión por la vida, podemos indicar que los seres humanos nunca serán números, sino almas que las tragedias del mundo recogen para ser prototipos de finitud.
Yungay fue una lección para los que todavía quedamos en el mundo, y sus 393 sobrevivientes, que tal vez sonríen con más calma después de tantos años, son las almas que han tejido las realidades más concretamente ciertas de aquella ciudad; pues a través de la tragedia también se han tejido las leyendas que dan un condimento fundamental para entender cómo el ser humano siempre ha sentido pánico por la desaparición física; y es en ese contexto en donde el negocio de la exageración asoma para tocar el corazón de los turistas, sin ser tal vez ninguna exageración: bestial paradoja que nos permite seguir creyendo en que estamos andando seguros de nuestra condición de vivos.

Fue precisamente ese estado de placidez por la vida que nos permitió continuar, dejando atrás aquella ciudad en donde sólo una parte del arco de su iglesia comprobaba el horror de aquel terremoto del 29 de mayo de 1970.

El almuerzo fue acompañado de un licor fuerte para la digestión —tal vez para el pésame tardío—. Luego, las curvas del camino nos guiaron a Chinancocha, cuyas celestes aguas nos aplacaron la sed de la corta caminata. La filtración natural de la montaña nos estaba regalando una vista sorprendente: una laguna extensa en cuyas aguas navegamos en canoas, no sin antes cubriéndonos con flotadores condicionados a cuerpos de todas las anchuras. En esos instantes de navegación, era imposible no pensar que el Perú es el centro de Sudamérica, aunque parezca —al decir de César Hildebrandt— huachafa la expresión.

Al pasar por Caraz degustamos el dulce típico, producto de manos expertas, que regocijaba el paladar. La compra masiva de tarros que contenían el sabroso manjar pasó a ser —en la mente de cada colega— la promesa de alegría de sus hijos para que pueda aplacar, de cierta forma, el pequeño dolor por la ausencia paterna de tres días. Terminado el dulce episodio, regresamos a Huaraz, pues la noche naciente esperaba nuestra visita a la ciudad.

Después de una cena fortificante y varias copas de trago fuerte que serenaron el frío, caminamos por las calles llenas de un movimiento usual de sábado por la noche, y contemplamos la amplitud de una ciudad luminosa, el comercio de sus cueros o sus artesanías, la venta de guantes y chalinas de lana, la variedad de sus restaurantes típicos y atípicos, las mujeres hermosas de mejillas sonrosadas, el andar expectante de rubios desorbitados, el rock fortísimo de sus bares y los sonámbulos crecientes que retaban a la madrugada.

El Día del Maestro comenzó con la primera misa en una capilla a tres cuadras del hotel. La homilía sobre la soberbia humana fue certera para lo que vendría: casi el tocamiento del cielo. Luego, enrumbamos a la parte más alta de nuestro viaje y, dos horas y media después, estábamos en uno de los túneles más altos del Perú, a un poco menos de 5000 msnm. Respetando la altura que, en dos compañeros, hizo devolver por la boca lo que alguna vez fue comida, fuimos bajando hasta llegar al Templo Chavín, cuya fabulosa construcción hidráulica dejó pasmado a un ex estudiante de ingeniería, como lo fui yo antes de abandonar todo por la literatura.

Cuando el guía nos dijo que esta construcción —en su estado original— era más impresionante que la de Machu Picchu, me sentí orgulloso de pisar ese suelo. Pero ¿por qué no es considerada? Este Templo fue arruinado por un terremoto que hizo caer parte de la montaña y, como en Yungay, sepultó un gran segmento de su estructura. Desde entonces muchos arqueólogos, incluido Julio C. Tello, han puesto empeño en los trabajos para develar las maravillas de una de las más impresionantes obras de la historia del Perú y del mundo. Y como toda maravilla, tiene decenas de preguntas sin contestar, como la forma de cómo trasladaron las piedras tan pesadas de lugares increíblemente lejanos; cómo la medición del tiempo fue tan exacta que, cada vez que el guía describía una nueva manifestación del ingenio Chavín, llegaba a mi mente esas historias de extraterrestres o de semidioses que ayudaban a la construcción de edificios tan bien alineados con el universo y todas sus fases y constelaciones.  

El punto álgido fue cuando se narró la notable influencia del número siete en cada una de las zonas clave del Templo (plaza, lanzón monolítico, figuras, parques menores, etc.), incluso en la chacana, símbolo de dicha cultura. Por su parte, en el recorrido divisamos una sola cabeza clava que, en su solitaria espera, era el centro de atención de las cámaras que en todas las posiciones, incluso inverosímiles, completaban su labor reproductora: fotografías sosteniendo la cabeza en el aire, besándola, lamiéndola, golpeándola y otras formas simples que mi ojo ya no pudo advertir.

En todo el recorrido siempre nos acompañaba, como una música natural, el ruido portentoso del río que, como nos contaba el guía, en la época Chavín pasaba por los acueductos y canales establecidos con una precisión quirúrgica para poder reproducir un sonido ensordecedor de jaguar o cocodrilo y, de esa forma, atemorizar a los foráneos visitantes del templo.

Quizá sea inútil mencionar las medidas, las formas o los contornos exactos de cada parte del Templo, lo que sí se puede describir —en parte— es el latido del corazón en un acto simbólico al ingresar a los pasadizos laberínticos que llegaban al Lanzón monolítico y cuya dimensión divina no podíamos contemplar; pues un vidrio protector y un callejón estrecho impedía la fluidez de la visión.

Al dirigirnos a un restaurante, percibimos en éste unos adornos que simulaban collares de pared a pared, collares donde colgaban un centenar de bolsas de bodoques llenas de agua (secreto para espantar las moscas). Terminado el almuerzo y tarareando todavía el último vals clásico que tocaron en el restaurante, nos dirigimos al museo, en donde decenas de cabezas clavas nos esperaban para sorprendernos más.

Con las fotografías prohibidas, decomisaron las cámaras y las filmadoras por si hubiera algún intruso aprovechador de la soledad para retratar lo censurado. En estas circunstancias, sólo el ojo y la memoria pudieron percibir y retener los huacos antropomórficos decapitados, los aparatos que utilizaban los chavines para drogarse con el san Pedro, las réplicas de cerámicas que partieron a museos del mundo, el preponderante Lanzón clavado sobre una roca enorme, las piedras talladas con humanoides mágicos o embrujados, las arrugas de las cabezas de piedra que apilaban el paso de los años, los instrumentos de viento que fueron testigos de las ceremonias de agradecimiento a los dioses de la tierra y el cielo, y una serie de tesoros que la memoria terminó olvidando.