lunes, 20 de enero de 2014

"La literatura y la empresa" - Por: César Boyd Brenis - Diario La Industria (19/01/14)

La relación entre los términos “literatura” y “empresa” se puede plantear de tres formas distintas. En primer lugar, a través del vínculo entre el escritor y su producto; también, al considerar cómo las historias literarias han tocado el tema de la empresa y, en tercer lugar, al percibir de qué forma la literatura ha llegado a ser una aglomeración o un torrente de ventas, en donde la calidad es muy discutida.

Vamos con lo primero. Todo producto literario (poesía, cuento, novela) ha tenido que seguir, en el momento de su concepción, los principios que enrumban una empresa. Esto es, se ha debido concebir como ideal supremo, se ha tenido que estructurar su materia prima, se ha fijado un tiempo que pueda traducir los logros obtenidos y se ha luchado enfáticamente contra ciertas oposiciones que las circunstancias y el pesimismo muchas veces dictan.

En ese contexto, el triunfo de la empresa sin duda es el punto final de la obra, es decir, cuando el libro ya está listo para su publicación. Este caso en particular, hace que la empresa o proyecto se agote, pues sólo ha quedado la satisfacción innegable de su finalización. Entonces, el escritor tendrá que deshacer la materia prima y plantearse una nueva temática y una diferente estructura para que la empresa venidera tenga sus características de identidad y personalidad muy bien definidas.

Empresa tras empresa guiará la vida de un escritor, cada una diferente de la otra, y marcará un sentido a la existencia, que a la vez influenciará en todas sus actividades en el mundo, como un ser poseído por la guía de una luz omnipresente.

En un segundo enfoque, si se hace un recuento de las historias de la literatura universal, nos podremos topar con una variedad incontable de empresas de todo tipo: desde las más sangrientas hasta las más delirantes, desde las más utópicas hasta las más realistas. Para este fin, cabe resaltar que no debemos limitarnos a asumir la idea de empresa como una institución formal, regida con ciertas leyes del estado, que paga impuestos, etc., sino más bien, a la concepción más amplia que se tiene de este término, en otras palabras, como una meta acuciosa y deliberada que se plantea un ser racional para su satisfacción o su interés.

La empresa más famosa del clasicismo literario sin duda ha sido la que se le ocurrió a Agamenón en la historia de la guerra de Troya, es decir, el ambicionar sin límites todas las riquezas de esta ciudad oriental, con la excusa siempre presente de pelear por el rapto de Helena (su cuñada). El producto de esa maniobra temeraria fue diez años de muerte y destrucción.

Y así también tenemos la empresa de Dante: conseguir recorrer el infierno, el purgatorio y el cielo en busca de su amada. De esa forma, acompañado por Virgilio (su maestro) emprendió lo que era imposible: llegar al infierno y al purgatorio, estructurados por una serie de círculos que agudizaban las penas y aumentaban la sorpresa de Dante en un submundo irreconciliable con Dios; hasta que llegó al cielo, en donde pudo saciar su meta primera: encontrar a Beatriz para idolatrarla.

La empresa de Alonso Quijano fue legendaria y anacrónica: volverse un caballero andante en un tiempo donde estos héroes habían desaparecido, buscando aventuras sin igual, cuyos logros supremos se tendrían que dedicar con desmedida unción a Dulcinea del Toboso, quien era —en la imaginación del Quijote— una doncella hermosísima y de alcurnia, y no la campesina llamada Aldonza Lorenzo que veía a lo lejos con la misma idolatría que Dante se exigía con su amada.

Podemos destacar también la empresa de formar una sociedad perfecta como en la novela “1986” de George Orwell, el hacer lo imposible y prohibido para no envejecer como en “El retrato de Dorian Gray” de Oscar Wilde, el objetivo de saber quién mató al padre (“Hamlet” de Shakespeare), el hacer una investigación intelectual y publicar un libro como en “La náusea” de Jean-Paul Sartre, el huir sin rumbo con su amor prohibido como en “Lolita” de Vladimir Nabokov, el querer recuperar a su amada Mary que un católico se la había quitado como en “Opiniones de un payaso” de Heinrich Böll, o la implacable búsqueda de la iluminación como se ve en “Siddhartha” de Herman Hesse.

Por otro lado y en un tercer punto, tenemos la literatura relacionada con las empresas editoriales cuyo éxito en el mercado es indudable. De este tema se ha polemizado de dos maneras. La primera está regida por la calidad de los productos; la segunda, por el engaño mediático que desvirtúa la elección de lo que se leerá.

Pero ¿cómo se rige la calidad de los productos? Los autores que venden de manera desbordante todo lo que tocan, tienen no buena fama por poner énfasis más en hacer uno, dos o tres libros anuales, que en cuidar su prosa, su estilo, su estructura, su estética; y, por el contrario, redundan en lo mismo, hacen gala de su falibilidad, se enrumban en empresas redichas, comunes, mal tratadas, contadas por doquier y tocadas por “gustarle a la gran masa”. Fuera de todo ello, lejos de las críticas de muchos intelectuales, estos autores gozan de una fama importante y sus cuentas bancarias crecen tanto como sus historias de panificadora.

Los medios de comunicación, sin duda, marcan la moda y la tendencia, sin detenerse mucho a “pensar” el libro, es decir, a extraer el punto de quiebre, los valores fundamentales, los criterios que el arte clásico ha marcado y, por último, a contextualizar la historia para asumir a qué obedece su tratamiento y publicación.  Estamos en un mundo de lo light (lo ligero) y no sólo los productos lácteos o de harina pueden serlo, sino también la literatura (el arte en general) muy a pesar de los lectores avisados que todavía persisten.

Entonces, en este entorno, como personajes quijotescos, debemos emprender la empresa de elegir buenos libros; pues este objeto todavía es la prenda íntima y proteica del espíritu humano, perteneciente a una dimensión que se está olvidando en este mundo práctico e insensato.

"El amor a sí mismo: una tesis derrumbada y reconstruida" - Por: César Boyd Brenis - Diario La Industria (17/11/13)

Cada vez se publican más libros denominados de “autoayuda”, que pretenden aumentar nuestra “autoestima”. Palabra, esta última, que no viene a ser más que la deformación del concepto de “amor a sí mismo”, con unos dotes de romanticismo pedestre (palabra “estima”) y raudo tecnicismo (el prefijo “auto”). Pero ¿en qué circunstancias esta incierta categoría psicológica se intrincó en los vocabularios de psicólogos, de universitarios, de profesores, de conferencistas y de cuanto raudo aprendiz pudo encontrarse en el camino? 

La elaboración de su fundamento ha hecho de la “autoayuda” la muestra sin fondo de una supuesta explicación del “alma”. ¿Por qué? Por su propia pretensión: el querer acercarse a la ciencia y hacer postulados arriesgados, partiendo desordenadamente de reflexiones contrapuestas. ¿Cuáles son éstas?  

La primera posición está ligada con su “existencialismo”. La “teoría” de la “autoayuda” parte de creer que el ser humano es absolutamente libre —idea opuesta al psicoanálisis y a las nuevas teorías psicológicas, y más bien ligada a la corriente existencialista— por lo que el ser humano puede elegir en una secuencia continua, su destino y su conducta con respecto a sí mismo y hacia los demás. Su principio es más o menos así: “lee” tu conducta en los textos, reflexiona sobre ella y cambia tu vida. Por lo que lectura, reflexión y cambio se convierten en claves para su posición.

Ese último principio explica en cierta parte una ideología —como es natural—, pero lo sorprendente es que esta “autoayuda” se desarrolle en ciertas universidades (la nacional es una de ellas), y se muestre con el nombre de “Taller de autoayuda”, siendo obligatorio inscribirse en él (y pagarlo), sin lo que no se podría tramitar el título. ¿La universidad, cuna del pensamiento científico (racional y objetivo), pretende ser metafísica, o qué fondo tiene este taller? En fin, eso no quita el asunto de que, en primer lugar, esta institución pretende forzar su cientificidad para convertir en válido el dichoso taller. ¿Por qué quieren hacer científico el asunto de la autoestima? La “autoayuda”, al desprenderse de la metafísica o la filosofía especulativa, y al someterse al dominio de la “ciencia”, pierde todo rigor de su naturaleza existencialista, libérrima, contingente. Y pues, aquí está la segunda posición que se contrapone a la primera: la “pose” de científica.

La propuesta que aquí se plantea está ligada a negar la “autoestima” como concepto válido y restaurar el “amor a sí mismo” como el conductor de ciertas reflexiones —no menos especulativas y “metafísicas”— a favor de este modestísimo artículo. El amor a sí mismo tiene que partir de los discursos morales, éticos y hasta religiosos; más no ser llevado hacia profundas teorías psicológicas, en el sentido estricto de la palabra. Entonces replantearé un asunto alejado de la ciencia pero que resulta una respuesta ideológica al tema de la trascendencia, por lo que he tomado, además, algunas ideas del libro de Erich Fromm (“El arte de amar”) para observarlas.

En los libros sagrados que conozco —no con profundidad interpretativa de sus teologías, sino en un nivel general— no encuentro que se mande o se prescriba con énfasis excluyente “el amor a uno mismo”. ¿Por qué se da esa extraña omisión en esos textos tan antiguos? ¿Acaso antes no se necesitaba amarse a uno mismo con demasiada profundidad —o tecnicismo— como ahora? ¿El amor a uno mismo ha pasado a ser la forma de una “nueva psicología”, ya que este ítem de la ciencia no existía en los tiempos de Moisés ni de Mahoma? Aquí hay mucho que decir.

Vamos por partes. Tomando la Biblia como el libro que más ha acompañado a nuestra cultura occidental, podemos afirmar que el amor que ahí se ha mandado a poner en práctica es, en primer lugar, el amor a un Ser Supremo (“Amar a Dios sobre todas las cosas”). Este mandato primordial se da en todas las escrituras sagradas, incluso de las demás religiones monoteístas, y no hay debate al respecto. En segundo lugar, lo que se decreta es el amor al prójimo (al “próximo”, es decir, al ser más cercano a uno). Esto último, justamente, se corresponde con el tema que se está tratando. La Ley lo dice así: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Aquí empieza la interrogante más importante: ¿Por qué no se mandó a amarnos a nosotros mismos primero y sí a los “otros”? ¿Es una simple omisión?

Incluso en la misma forma como está planteado el mandamiento, que es la traducción que todas las Biblias aceptan, se puede notar la respuesta. Los hombres de la antigüedad dicen algo sin decirlo: el amor a uno mismo no puede ser mandado o exigido. Punto. ¿Por qué? Porque viene con nosotros, es innato, y por serlo, es inevitable y necesario; por ello lo toman como base inmediata (“como a uno mismo”) para algo posterior y futuro (“amarás al prójimo”). Para ser exacto, no hay mucho pan por rebanar en el sentido de elegir entre el innatismo o el no innatismo del amor a sí mismo. Es uno o es lo otro: no hay tercera opción. Sin embargo, al anular la idea de que el amor a sí mismo es parte de la naturaleza humana (innato), se da paso a las múltiples teorías que proponen cultivar o sembrar culturalmente dicho amor. Es en este contexto de exclusión de su innatismo, donde se impone el concepto de “autoestima” y donde surgen un sinnúmero de ideas al respecto.

Con todo ello, para Fromm el ser humano desde sus primeros años de vida es considerado un ser “sin amor”. ¿Y dónde lo consigue o lo aprehende? Pues en su entorno. Así, por dar un ejemplo, los psicólogos afirman que el niño que no ha sido amado desde pequeño jamás podrá amar en el futuro (algo excesivamente dicho). Eso se derrumbaría con una posición innatista. La salvedad que se haría al respecto sería: el niño que no ha sido amado, entonces jamás podrá amar a otro ser que no sea a sí mismo, porque jamás le enseñaron que el “otro” —ser humano como él— merece su amor. De esa forma, pueden amar más a una cosa que a un ser de su especie, tal vez más amen a una guitarra, a un libro, a la bebida, que a otro ser humano. El amor a sí mismo no tiene principio porque él mismo es su propio principio y su propio fin.  

Puesto que el “amor a sí mismo” es innato (y los demás tipos de amor no lo son —ese es otro tema—), entonces representa la máxima prueba para todo lo que se ha dicho acerca de las personas autodestructivas. Pues, ¿acaso en su gran mayoría los niños que han sido maltratados por sus padres, abandonados, vapuleados, repudiados, no han tomado el camino de la destrucción de sí mismos? ¿Acaso esa destrucción con el alcohol, las drogas, las luchas a muerte, las batallas sangrientas que se imponen, no son la mejor prueba que no se aman? Pues no, por el contrario, creo que son las terribles circunstancias en que vivieron de niños lo que originó el carácter excluyente del amor a sí mismos, tanto es así que su amor se ha implantado como la única fuerza que les queda, y se ha degenerado en una puesta tan elevada de su persona que se creen inmortales; eso explica que ni el alcoholismo, ni la drogadicción, ni las condenas sangrientas a las que se someten, son suficientes para destruirlos, pues son súper poderosos, amantes de sí mismos, omnipotentes, gigantes, apabullantes, y no les importa ni el sufrimiento de sus “próximos” ni el mundo que les negó la posibilidad de transmitir ese amor —que los llena— para todos los demás.  

Por tal motivo, lo que les serviría de ayuda para ellos no sería (valga la redundancia) la “autoayuda”, sino la “ayuda a los demás” (por decirlo de alguna forma no categórica), pues lo que se pretende es que reconozcan a los otros, tal vez a los que le negaron el amor, a los violentos o a los que los abandonaron cuando más lo necesitaban o, por extensión, a cualquier ser humano. Es el reconocimiento de los “otros” y no el de sí mismos, lo que llevará a esas personas a su mejoramiento. Así visto, se trata de direccionar toda una “teoría” (“arte”, dice Fromm) que podría ser mejor empleada o mejor entendida, pues como afirman los “psicólogos de la autoayuda”, el amor a uno mismo se alcanza sobre la base de ciertos peldaños (si mal no recuerdo son siete o nueve), que se manifiestan en palabras tan altisonantes como: autoconocimiento, autoconcepto, autoanálisis, en fin.   

Aceptar esta secuencia anterior —con la perspectiva del innatismo del amor a sí mismo— no tendría sentido, y sería como empezar a reflexionar acerca de la digestión: “auto-bolo-alimenticio”, “auto-quimo”, “auto-quilo”, etc. No se puede plantear la forma cómo llega a los seres vivos la digestión, pues llega o llega. Eso es todo. Claro que uno puede hablar de los pulmones, los bronquios y bronquiolos, diciendo que permiten la respiración; pero la respiración como tal, está porque está (nos ha llegado por “innatismo biológico”), y si no estuviese, entonces no fuésemos seres vivos, sino piedras o nubes. No se puede cultivar el amor a sí mismo, como no se puede cultivar la circulación de la sangre, en el sentido de que no puedo afirmar: mañana voy por fin a hacer que mi sangre circule a través de ciertos procesos psicológicos de entrenamiento.

Toda la idea del “arte de amar”, como lo planteaba Fromm, no sólo está ligada a la concepción anterior del no innatismo, sino a muchas propuestas de poetas o escritores, que incluso antes de la publicación del libro frommiano, ya mencionaban. Las citas son vastas. Charles Bukowski afirma en un poema: “Si tienes capacidad de amar / ámate a ti mismo primero”. Por eso, podría quedar “innatistamente” así: “Como te amas siempre a ti mismo primero, pues quédate así”. Otra cita que merece mención con respecto al tema es la dedicatoria del “Canto a mí mismo” de Walt Whitman: “Yo canto para mí, una simple y aislada persona, / sin embargo pronuncio la palabra Democracia, la palabra Masa”. Es increíble cómo Whitman se ama tanto en ese libro, y a partir de ese amor, puede sin embargo incidir en el resto, a los otros que conforman también el mundo, a esa “Masa” que sin duda también le canta porque “todos los átomos que me pertenecen / también te pertenecen”. El amor a sí es la pertenencia innata del hombre y ese único átomo congénito nos une a todos.

Alguna vez, una psiquiatra me preguntó durante una cita en su consultorio algo que ya lo había escuchado muchas veces en lo que se llaman “entrevistas personales”: “¿Cuál es tu motivación más grande?”. Cuando yo le respondí que era mi hijo, ella me corrigió: “La máxima motivación de tu vida debe ser tú mismo”. Las preguntas de los “especialistas de la mente” son tan paradójicas que dudé un poco. ¿Por qué me quiso hacer recordar que tendría que ser yo mi propia motivación? La psicóloga puso de manifiesto —sin saberlo— el mandamiento “Ama al prójimo como a ti mismo”, porque colocó como base fundamental nuestro amor innato (“como a ti mismo”), para poder, a partir de esa base, continuar con el entendimiento del amor a los otros (“ama a tu prójimo”). Y, además, sin descartar la toma de conciencia de saber que los “otros” también se aman a sí mismos.

Se ha llegado a un punto interesante del análisis, puesto que es la conciencia, es decir, la cultura —con la ayuda del lenguaje y de la experiencia— lo que puede hacer acercarnos a los “otros” y verlos no tan diferentes a uno. ¿Acaso no son amantes también de sí mismos? Si el ser humano se encapricha (o se adhiere más a sí, porque no hay otras opciones que lo hagan “cambiar de parecer”) en ese centro supremo que es su propio amor, puede que se desnaturalice y se enmarque en conductas antisociales. Ahora bien, el asunto de las conductas humanas (sean antisociales o no) tiene una amplitud casi infinita, y tal vez nunca se podrían terminar de formular una por una (con los “estudios de caso”, por ejemplo), porque cada ser humano nace con una complejidad distintiva. Sin embargo, lo que se puede tomar como regla general —lo que llamamos “principio” — es el “amor a sí mismo”, pues es raíz fundamental de una dimensión humana, que influye directa o indirectamente en las demás dimensiones que el hombre posee.  

Sea verdadera o no esta tesis, seguramente los libros de autoayuda se seguirán multiplicando, porque la mayoría de los seres humanos les gusta ligar la idea del amor con algo externo a ellos. Es decir, que es desde afuera de donde se cree que tiene que venir la fórmula para aprehender a amarse: desde un “objeto” (madre, padre, próximo, etc.). Hasta ahí uno se puede quedar. Lo que la metafísica nos brinda, no puede ser otra cosa que la libertad de la que los hombres nos solventamos para desprender las angustias. En honor a esa metafísica, hay que seguir metiéndonos en líos conceptuales.

"El urbanismo, el consumo y la vida" - Por: César Boyd Brenis - Diario La Industria (23/06/13)

Todo comenzó por una pregunta por teléfono (luego explico por qué tanto detalle). Mi primo, investigador de la arquitectura, me pedía mi opinión —como educador o como ciudadano común— de la nueva tendencia de los urbanistas por recuperar los espacios públicos (como los parques) y poder dar una alternativa a la propensión demencial de ir siempre a espacios privados (Real Plaza es un ejemplo en Chiclayo).

Quería detallar este hecho de la llamada telefónica, cotidiana y casera, para resaltar dos cuestiones: en primer lugar, que una llamada familiar o de viejos amigos no siempre tiene que ser para un encuentro sustentado en la parranda (como lo intensifican los comerciales de televisión hablando de la “familia”), sino que en medio del vínculo de parentesco y compatibilidad, exista una figura de respeto por una opinión (así sea básica) de algún tema que los una; y en segundo lugar, que detrás de la llamada se ha hecho —caso raro hoy en día— un buen uso de la tecnología, pues dejamos a los celulares en su verdadero espacio de “útiles de vida” y no los llevamos a un plano superior: como remolinos que absorben sin piedad conversaciones y reuniones de amigos.

Volvamos al detalle: ¿Qué fin tiene recuperar los espacios públicos para hacer frente a los privados (como los centros comerciales)? Es inevitable contestar esta pregunta sin pensar en la funcionalidad que han tenido —en el mundo y a través del tiempo— los parques, los jirones o los paseos.
La identidad está ligada íntimamente con esos ambientes. Las catedrales, los municipios, el hostal municipal o algún museo siempre es propio del espíritu diferenciado de una ciudad; y este rasgo separa, en esencia, una ciudad de otra, pues justamente su tradición y su condición cultural se encuentran situadas en estos pequeños (pero significativos) lugares.

Es en éstos en donde transcurre la vida histórica de un pueblo: por ahí caminaron sus fundadores, sus autoridades, sus personajes ilustres, sus escritores, y por oposición, sus más grandes tiranos, sus ladrones, sus antepasados olvidables, y todos ellos unidos funcionalmente en la libertad y en la conciencia plena, con un sentido cabal del oficio (sea bueno o malo) pero que implica un cumplimiento exacto de una función no señalada por nadie, es decir, que el transcurso de esos hechos y de esas caminatas de antaño, o de esas reuniones multitudinarias o solitarias, son el legado más importante de las conciencias que ven su mundo (todo el alrededor de esos espacios) como un hogar construido y destruido a su antojo, con la plenitud de su ser.

Con los centros comerciales sucede una situación distinta. Éstos fueron creados con una intensión muy directa e inequívoca: el hacer de una reunión entre personas una provocativa tentación para consumir. El consumo es el fin supremo de un círculo de personas en un espacio privado. Esa condición distintiva puede ser más evidente cuando se piensa en todo lo que se puede hacer en un parque y lo que no se puede hacer en un centro comercial; y se me ocurren varios ejemplos: jamás se podría hacer una manifestación pacífica contra el gobierno o contra el alcalde o contra el aborto en un centro comercial (ahí Sartre nunca hubiese repartido sus volantes políticos al final de su vida), jamás podríamos pasear nuestros vehículos (sean motorizados o no motorizados) con plena voluntad, a nuestro antojo y gusto; jamás podría acercarme a ofrecer en venta un libro a alguien sin ser tildado de intruso y de ambulante de pacotilla por la seguridad (y ser expulsado y tomado como persona no grata); y lo más importante (sin duda alguna): jamás podríamos pasear nuestras conciencias libres en un centro comercial sin ser perturbado por miles de rostros inverosímiles, por cuerpos con la prisa de los esclavos del consumo, por las tiendas gigantescas que sólo a la vista no te dejan acudir al llamado de la soledad, por tantas luces brillantes como además por seres vacíos y frívolos, por el ruido constante de “la novedad” que, aunque se disfrace de “conversación”, es solamente el ruido absurdo de seres petrificados y sometidos.

Entonces, en todo este contexto, Saga se convierte en la Catedral de Chiclayo, el comedor de Real Plaza se convierte en el Parque Principal, Plaza Vea se convierte en el Mercado Central y las personas libres que alguna vez pasaron por las calles de una ciudad privilegiada, son ahora los Gregorio Samsa convertidos en insectos cuya taxonomía es difícil descubrir.

Volviendo a la pregunta inicial: ¿Qué fin tiene recuperar los espacios públicos y evitar los privados? Sin duda, tiene el fin supremo de la cultura, de la libertad y de la identidad. Y subrayo esto último: identidad, para dar un ejemplo del extremo al que se ha llegado. Visité Cajamarca hace unos años, y me reuní con unos amigos. El primer sitio turístico al que ellos me llevaron no fue nada menos que al Kinde —equivalente del Real Plaza— para mi sorpresa. ¿Qué está pasando con los ciudadanos? ¿Creen que los “avances” han sustituido en pleno a toda la historia de su tierra? Sin duda, están sujetos a la tendencia que las huacas y los museos sirven sólo para sacar dinero a los “gringos”, pero no para establecer un nexo entre el espíritu del ciudadano y el de sus antepasados, porque cumpliendo con el cometido y el deseo que mientras más arios gasten en nuestros sitios, ya se está “haciendo cultura” y se está aportando a los intereses de una ciudad a la que sólo le importa el dinero.  

Pero aquí surge algo condenatorio: la falta de seguridad de los espacios públicos. ¿Valdría la pena arriesgar a la familia a pasear en el Parque Principal de Chiclayo (no es Plaza de Armas) con el riesgo de ser asustado por una persona de mal vivir? Pues no. Y esto enfrenta dos tendencias muy claras: reclamar por una mejor atención de la policía en las calles (en eso está centrado el gobierno y sin éxito) o callarnos la boca con premeditación y asistir y desfilar por los espacios privados con la conciencia de que nuestros hijos (niños aún, adolescentes aún) puedan percibir que el progreso es el consumo, que no hay mejor estética que la de la gente con bolsas llenas de ropa de precios exorbitantes, que el pórtico al paraíso se tiene que adquirir comprando y que el reconocimiento social también llega por ese camino de frivolidad. ¿Desde cuando se comenzó a creer que sentarse en un parque es de jubilados o de ociosos? Quizá desde el mismo momento que el progreso llegó para traer corrupción y delincuencia.

Todo esto me hace recordar un símbolo garcimarqueciano: la hojarasca, que no era más que todas las personas foráneas que se habían establecido en Macondo para hacer fortuna. El progreso de la ciudad fundada por el coronel Aureliano había llegado con ellos pero también se había ido con ellos. La hojarasca era una especie mercantil e inhumana, que quemaba billetes porque no les interesaba la esencia del dinero, y estaba petrificada en su mundo ínfimo, sin conciencia, sin libertad, ajustados a una sola obsesión: el placer por el placer mismo. A pesar que no es un caso idéntico al de Macondo, Chiclayo tiene su propia hojarasca —nacida de su propia entraña—, y a través de la educación y de la información hay que reverdecerla, aunque esto implique un acto de realismo mágico.  

Que el placer de las vitrinas no nos atrape es ya un logro heroico. Hay que ser como Odiseo cuando ordenó a sus guerreros que lo aten muy fuerte a un asta del barco, pues al pasar por la isla de las sirenas, quería escuchar sus hermosos cantos sin ser hipnotizado (los guerreros que las escucharon se lanzaron al mar y se ahogaron). Ahí está la fórmula: sentir el placer pasajero y fugaz pero no quedarse prendido de la voz ilusoria, sino cogerse de lo que nos hace humanos: la inteligencia. Hay que rescatar nuestra historia para saber quiénes somos. ¡Necesitamos nuevos ciudadanos!

La figura del padre en “El arte de amar” de Erich Fromm - Por: César Boyd Brenis - Diario La Industria (16/06/13)

A pesar de que no se puede someter el amor al método científico, al menos no estrictamente, se ha escrito un sinnúmero de documentos, libros, artículos acerca de ese amplio fenómeno. A través de la historia, hombres y mujeres influenciados por un poder sin límites, han ejecutado acciones notables o catastróficas en su nombre, desde guerras sangrientas hasta suicidios colectivos, desde maravillas del mundo hasta libros geniales. Por su naturaleza subjetiva (cada uno cree amar de una forma distinta) hace difícil —aunque no imposible— establecer ciertos criterios globales para poder encontrar rasgos que puedan acercarnos a definirlo.

El siglo pasado, el filósofo Erich Fromm intentó de manera muy exitosa e inteligente sistematizar lo concerniente al amor, estableciéndolo como un arte, es decir, como una manifestación humana susceptible de ser cultivada y enriquecida —justamente cual arte— desde lo más elemental hasta lo más elevado y categórico. Esto lo hizo siguiendo una tradición que se puede reducir muy bien en un adagio de Paracelso —que está incluido en el epígrafe general del libro— y es el siguiente: “Quien no conoce nada, no ama nada (…) Cuando mayor es el conocimiento inherente a una cosa, más grande es el amor”.

Fromm, para sustentar su afirmación acerca de la actividad de amar, contrapone una creencia popular —muy arraigada incluso en películas romanticonas o en programas de televisión sujetos a ciertos platonismos— con su planteamiento del cultivo de este “arte”. La creencia afirma que el problema del amor está dado en encontrar al objeto que merezca nuestro más profundo afecto, que podamos perdernos en él, circunscribirnos en una letanía de cavilaciones sublimes, afirmar nuestro gozo, agradecer al destino por tal suerte y aplacar nuestra sed pasional. Y, dadas las circunstancias, como pocos encuentran ese objeto tan deseado que casi no aparece en la vida —por culpa de cuanta maldad habite en el mundo—, entonces no se puede amar. Por el contrario, Fromm plantea ver el problema del amor, no en el objeto sino en la facultad, donde tendrá esta última que ser cultivada en un acto pleno de conocimiento.

Por otro lado, el libro está dotado de la historia de los enlaces de amor a través de los siglos y, en el desarrollo del tema, se afirma la actual idea que la modernidad ha establecido: el amor relacionado con la moda o la mercancía facilista, o la confusión que crea el acto de “enamorarse”, por lo demás complejamente pasional y egoísta.

Sin duda, dada la rigurosidad con que se maneja el tema, no podía encontrar mejor explicación racional de lo que me interesaba conocer más que en este libro, a pesar de que el amor paternal en esas páginas no es más que un subtipo, una subcategoría, una simple rama, de algo más grande. ¡Vaya halago frommiano! Dada mi condición de padre y la idea que el tercer domingo de junio está encima de nosotros, me pregunté acerca de este rol tan importante que uno cumple en la familia y, por extensión, en la sociedad, pues con mi hijo de tres años y mi hija creciendo en el vientre de mi esposa, tenía que ubicarme funcionalmente en algún lugar, ya sea como afirma Fromm en un pequeño espacio opacado por un amor tal vez más grande: el amor maternal; pero sin duda, no menos importante y difícil, muy pegado a la genial frase popular: “El ser padre es una profesión al revés, pues primero recibes el título y después haces la carrera”.

Este filósofo divide el amor en cinco tipos: fraternal, maternal, erótico, a sí mismo y a Dios. Entonces, la pregunta es inevitable: ¿Dónde está el amor paternal? Fromm dedica un apartado para tratar el amor maternal y el paternal, y cómo el niño va descubriendo —a través de la diferencia de esos dos amores— todo lo que lo rodea y lo que lo acompañará a través de su existencia. Sin embargo, en el libro se pone en claro que cuando se menciona “madre” o “padre”, se hace referencia a “tipos ideales”, para no pensar que hay un parentesco determinista en todos los casos; y es por esa dificultad subjetiva —como mencionaba al comenzar el artículo— que sistematizar todo el asunto se hace loable.

En la primera etapa de su existencia, el bebé asume a la madre como la prolongación de sí mismo, como lo único que posee para vivir, pero el pequeño no tiene una conciencia de amor; es más, antes de los ocho años y medio el niño no ama todavía. Pero en su crecimiento, en palabras de Fromm, más o menos establece el siguiente pensamiento con respecto al amor: “Me aman porque soy el hijo de mi madre. Me aman porque estoy desvalido. Me aman porque soy hermoso, admirable. Me aman porque mi madre me necesita. Para utilizar una fórmula más general: me aman por lo que soy, o quizá más exactamente, me aman porque soy. No tengo que hacer nada para que me quieran —el amor de la madre es incondicional—. Todo lo que necesito es ser —ser su hijo—”.

La parte negativa del amor maternal es indudablemente triste. Por su misma naturaleza incondicional, este amor es imposible de crearlo y conseguirlo. Hay tantos ejemplos de madres que matan a sus hijos, que los abandonan, que los regalan; o, por otro lado, mujeres jóvenes que detestarían ser madres (aunque esto último no es un delito, sino sólo es parte de las decisiones libres que ellas asumen —a veces ligada a ideas feministas—, pero estos casos se pueden tomar para demostrar las predisposiciones que adquieren algunas mujeres para no traer hijos al mundo, muchas veces por evitar lo monstruoso que podría resultar una relación fracasada); como dice Fromm: “Si no existe (el amor maternal) es como si toda la belleza hubiese desaparecido de la vida, y nada se puede hacer para crearla; pues si existe, es como una bendición”.

Entre los ocho y diez años, “la relación con la madre pierde algo de su significación vital; en cambio, la relación con el padre se torna cada vez más importante”. Es ahí cuando nuestro rol de padres adquiere cierta jerarquía para el niño, pero ¿cuál es la naturaleza de esta relación? Fromm afirma: “Si bien el padre no representa el mundo natural, significa el otro polo de la existencia humana; el mundo del pensamiento, de las cosas hechas por el hombre, de la ley y el orden, de la disciplina, los viajes y la aventura. El padre es el que enseña al niño, el que le muestra el camino hacia el mundo”.

Por todo lo dicho, el amor del padre es condicional. Está de acuerdo con el siguiente principio: “Te amo porque llenas mis aspiraciones, porque cumples con tu deber, porque eres como yo”. Parte del fundamento que Fromm pone a flote para que el amor paternal sea como es, está en sugerir que “cuando surgió la propiedad privada, y cuando uno de los hijos pudo heredarla, el padre comenzó a seleccionar al hijo a quien legaría su propiedad. Desde luego, elegía al que consideraba mejor dotado para convertirse en su sucesor, el hijo que mejor se le asemejaba y, en consecuencia, el que prefería”. Ante esta explicación, notamos que hasta en la problemática del amor, hay mucho de ideología, lo cual hace más complejo el análisis.

La parte negativa del amor paternal no es tan dramática si la comparamos con el lado menos bueno del amor maternal. Este último no está sujeto al control sino que, cuando no nace gratuitamente, está ligado a lo inevitable; un ejemplo de ficción está en la película “Inteligencia artificial”, donde el niño-robot no pudo hacer nada para que su mamá adoptiva lo quiera. El amor maternal que tanto rogó David —el protagonista— no le fue otorgado más que cuando alienígenas súper desarrollados se permitieron resucitar a la madre por sólo un día, cuando el ser humano ya no existía sobre la Tierra, y para que David pueda superar ese trauma infantil que lo había llevado a su autodestrucción: el saber que su madre jamás lo iba a amar.

En cambio, el amor paternal es posible conseguirlo con ciertas acciones. Fromm retoma una idea que Goethe había expresado: “Es el buen deseo de todo padre el ver realizado en su hijo lo que en él falló; es como vivir la propia existencia una vez más, usando de la mejor manera las experiencias de la primera vida”. De esa forma, la rebeldía de seguir caminos que el padre cree impropios, puede costarles caro a los hijos; es como si el padre les quitara su respeto, los negara en su corazón por haber traicionado a su propia sangre, que no es más que una doble traición, tal vez hasta imperdonable, y ante ello se tiene que re-crear o re-vivir dicho amor. Un caso es la parábola del hijo pródigo, en donde después de arrepentido el hijo, vuelve pidiendo perdón, y el padre (tal vez acordándose de la rebeldía que él tuvo alguna vez) lo perdona y se crea una de las anécdotas universales más célebres de la relación de un padre y su hijo. El arrepentimiento del hijo es el triunfo del padre, pues es como si le dijese: yo tuve razón y ahora te respeto otra vez porque me respeto a mí mismo en ti.

Fromm ubica el amor del padre dentro de un subtipo de amor fraternal, es decir, aquel amor que su objeto está centrado en todos los seres humanos. Asumiendo la ubicación de ese amor, me remito a un libro que Fernando Savater escribió para su hijo, titulado “Ética para Amador”, en donde dice: “Siempre me han parecido fastidiosos esos padres empeñados en ser el mejor amigo de sus hijos”, y agrega más adelante: “Un padre o un profesor como es debido tienen que ser algo cargantes o no sirven para nada”. Entonces, ¿el padre será igual a un amigo fraterno?

El amor del padre es fraternal; sin embargo, tiene sus responsabilidades más marcadas ya fuera de esos “tipos ideales” que Fromm asume. ¿El amor de padre tiene un poquito de amor de madre? Valga la paradoja. Ante ello, el filósofo dice: “La persona madura llega a la etapa en que es su propio padre y su propia madre. Tiene, por así decirlo, una conciencia materna y paterna”. Como era previsto, acerca del amor nada es definitivo. Acerca de los tipos de amor, mucho menos. Acerca del ser humano, estamos aún balbuceando. ¡Grande es la pequeñez del hombre!

El padre que no fuimos, el que seremos, el que somos, el que no tuvimos, el que perdimos por azar o por justicia, siempre está cumpliendo su función, a veces no necesariamente de padres (tal vez de enemigos, quizá de dioses), pero se encuentran trascendiendo sin límites, arrastrándonos hacia sus propias sombras o sus brillantes luces. No acostumbrados a la realidad, volvemos todos a ser nuevamente reales.

"La educación del hogar y la TV" - Por: César Boyd Brenis - Diario La Industria (26/05/13)

De la antigua educación, se ha tenido opiniones de distinta índole, más aún venidas de aquellas personas que, ahora excelentes profesionales y ejemplares padres, intentan validar los regímenes que a ellos los convirtieron en los hombres que son. Una valoración común y recurrente, aunque también tímida y discreta, está en comentarios acerca del uso que antaño se hacía de la palmeta —vieja protagonista del salón de clases— o en el recuerdo con no menos orgullo del gran maestro que le enseñó los valores que ahora, como reiteran, han olvidado la gran mayoría de jóvenes y adolescentes. Lo de la palmeta puede ser discutible, pero lo segundo es indudable.  

Renegar del mundo actual y, por asociación, de la educación que se imparte en esta era de los cien nombres (del conocimiento, de la información, de la comunicación, de la posmodernidad, etc.), es un denominador común que las noticias ejemplifican de forma simple: el imparable crecimiento del pandillaje, las fiestas eróticas y orgiásticas de los adolescentes, los índices terribles de sicarios menores de dieciocho años, el Facebook como instrumento para lo abyecto y lo repugnante, los suicidios de niños, etc. ¿Qué ha pasado con nuestro mundo y con sus principios?

En estos meses en donde se rinde homenaje a las madres (segundo Domingo de Mayo) o a los padres (tercer Domingo de Junio), creo pertinente recordar sus enseñanzas que habían de dejar en frases recurrentes y que quizá alguna vez nos parecieron molestosas o insufribles, y a su vez mostrar la parte contraria de aquellos proverbios que con constancia y amor nos repetían, pero que ahora se deforman en comerciales de televisión con coloquial desparpajo. En este mundo actual, tan venido a menos, estoy convencido que lo que nos decían los sabios padres era verdad.

Una frase maternal que nos llegaba al oído cuando ya habíamos desatado la ira en una injuria, era: “¡No maldigas!, es malo maldecir”. La maldición como instrumento de destrucción era frenada inmediatamente por un consejo que la madre brindaba a un hijo equivocado, porque ella sentía que al hacer estragos de las cosas, así sea de manera oral (muchas veces es la peor), podría convertirnos en sediciosos. Sin embargo, ahora maldecir se muestra natural, como así lo indica un comercial de una marca de pastillas para el dolor de cabeza. Ahí aparece la popular “Charito”, personaje de una conocida serie de televisión, diciendo con una voz por lo demás suave —que hace más coloquial la expresión—: “Gracias, por aliviarme esta maldita migraña”. Sin ser yo experto en asuntos de marketing, tal vez no quedaría nada mal si el dichoso adjetivo se hubiese remplazado por “insoportable”, pues haría más exacto el contexto y, por otro lado, haría menos dolorosa la asimilación para aquellos oídos escuchadores de viejos consejos maternales. Tal vez un padre preguntaría ante ese comercial: “¿Era necesario maldecir para promocionar algo?”.  

Otra frase que no quedará en el olvido, y que nos asoma a lo ociosos que hemos sido en muchas oportunidades de adolescentes, es: “¡No lances las cosas!”, y a veces la expresión era complementada por otra si el objeto que habíamos arrojado se salía de su trayectoria e iba a parar lejos de su verdadero objetivo: “¡El ocioso trabaja dos veces!”. Ahora, no con menos soltura, se muestra en un comercial de una bebida —en realidad, en varios— un joven que lanza una botella o una lata a otro joven. La gran destreza para recibir el objeto lanzado quizá es un indicio de la costumbre de dicho acto. Pero ¿por qué la sabiduría de los abuelos decía que era de mala educación arrojar las cosas? Pienso en la utilidad de hacerlo y me viene a la mente varios obreros de construcción lanzándose ladrillos de un lugar a otro para apurar el levantamiento de un inmueble. La rapidez del mundo actual, en donde los horarios y el tránsito son los principales enemigos, ha hecho creer que tenemos la puerta abierta para hacer todo lo que sea más práctico, incluso lanzarnos la comida o la bebida. ¿Será eso cierto?

Quién no recuerda que siempre nos corregían cuando la familia estaba sentada a la mesa. Hay varios ejemplos que resaltan: “Baja los codos”, “No pongas tus juguetes aquí”, “Saca los zapatos de la mesa”, “Este no es el lugar de la ropa”, etc. Sin embargo, un comercial filmado por la bebida gaseosa —según dicen— más famosa del mundo, muestra diferentes momentos de una madre abnegada que invita a almorzar a cuanto grupo social tenga su hijo, uno de éstos es el círculo de muchachos del fútbol, quienes mientras disfrutan de un delicioso almuerzo —todos uniformados y alegres—, tienen la pelota encima de la mesa como acompañante del banquete. ¿La madre abnegada se volvió condescendiente? Y si se puede poner la pelota, ¿por qué no los codos y los zapatos?

De la televisión basura o de la “caja boba” se ha hablado en demasía, tanto o más que de la buena educación que heredamos de nuestros padres. Así que, se nos hace sencillo descalificar sin reparo un alto porcentaje de programas de televisión; sin embargo, en mi opinión, el peor de todos es un programa cómico de los sábados por la noche, en donde los insultos —de los que me entero por sus avances comerciales— son el pan que se vende. Al parecer, son concursos (estamos en el mundo de los concursos) que promocionan la crítica destructiva, la observación llena de odio, el debate de pacotilla, el culto a la misantropía, e incluye a personas más o menos hábiles, profesionales de universidades prestigiosas, que nunca sacan conclusiones de un asunto particular, porque para ellos (como para tantos seudoprofesionales) el asunto no es discutir para sacar conclusiones o ideas base, sino para restregar una fingida superioridad, embaucar con una torpe erudición, mostrar una pedantería de cantina, mendigar tácitamente una admiración o sentir en la pobreza de espíritu que se ha vencido, pues —como dije— es el mundo de los concursos, en otras palabras, es el cosmos de la egolatría y el envanecimiento. ¿Qué dirían nuestros padres al respecto? Es un hecho: “¡Ponte a hacer tu tarea y apaga la televisión!”.  

Hay una ingenua creencia que se ha ido asimilando como una invitación a la inactividad en el debate de la moral: que como todos cometemos errores, entonces nadie tiene la autoridad de hablar de la buena conducta o de los modales que deseamos para nuestros jóvenes y ciudadanos en general, pues —continúa la creencia— si se hace, entonces se cae en una cavidad de hipocresía y descaro. En otros tiempos, se dejaba al cura o al pastor esos debates morales; pero como en la actualidad menos gente cree en ellos (en la mayoría de casos con justa razón), entonces nadie se arriesga a proferir una idea al respecto, con el miedo de ser tildado de “moralista” o “santurrón”. Digo yo: ¿Qué consejos podemos dar a nuestros hijos y alumnos? ¿Nos quedaríamos callados para siempre? Para los que creemos en un Ser Supremo, es sencillo contestar; pues las reglas no las damos nosotros, sino Él. Su moral es eterna y nosotros somos seres de paso. Acepto esto con tanto énfasis que pareciese que no sólo heredé de mi madre muchas de sus facciones, sino también sus palabras, hasta se siente (y en parte es cierto) que ella escribió este artículo por mí.  

Seguramente, nuestros padres cometieron tantos errores como pudieron, y aún así nos aconsejaron con amor; de la misma forma, las equivocaciones que cometemos nosotros nunca impedirán los buenos consejos para nuestros hijos (aunque es necesario tomar conciencia del buen ejemplo que debemos darles); ni tampoco que estos últimos den las pautas de vida cuando les toque ser padres o madres, cuando sientan que ellos también están de paso, y que su función la tienen que cumplir con las mismas fuerzas que tuvieron sus padres cuando los ayudaron a crecer.